Extractivismo y
dialéctica de la dependencia.
26 de agosto de 2017
26 de agosto de 2017
Por
Horacio Machado Araoz
Hay un extractivismo progresista, ¿post-neoliberal y anti-imperialista?
-Pretender
“salir del neoliberalismo”, luchar contra el “imperialismo”, peor
incluso, proyectar “la revolución” o impulsar un “proceso
revolucionario” mediante la intensificación del extractivismo es el más
absurdo oxímoron político que nos ha legado el fallido ciclo progresista
en América Latina- Nos dice Horacio Machado Araoz en este particular y
rico análisis de Ecología Política Latinoamericana
(...)Estamos
hablando en todos los casos de la configuración de regímenes
extractivistas, de los cuales, (tratándose del excremento del diablo),
el extractivismo petrolero es el peor y más extremo de los modelos. Así,
el gran yerro no sólo de los conductores estatales del proceso
bolivariano, sino de las experiencias de los gobiernos progresistas en
general, fue haber pretendido pensar y/o construir una sociedad más
justa, más igualitaria y más democrática sobre la base de la
profundización del extractivismo.
Pretender “salir del neoliberalismo”, luchar contra el “imperialismo”,
peor incluso, proyectar “la revolución” o impulsar un “proceso
revolucionario” mediante la intensificación del extractivismo es el más
absurdo oxímoron político que nos ha legado el fallido ciclo progresista
en América Latina. Sencillamente, porque el extractivismo no es una
característica pasajera de una economía nacional, sino que da cuenta de
una función geometabólica del capital, fundamental e imprescindible para
el sostenimiento continuo y sistemático de la acumulación a escala
global.
“Extractivismo” no se circunscribe a las economías primario-exportadoras, sino que refiere a esa matriz de relacionamiento histórico estructural que el capitalismo como sistema-mundo ha urdido desde sus orígenes entre las economías imperiales y “sus” colonias; se trata de ese vínculo ecológico-geográfico, orgánico, que “une” asimétricamente las geografías de la pura y mera extracción/expolio, con las geografías donde se concentra la disposición y el destino final de las riquezas naturales. La apropiación desigual del mundo, la concentración del poder de control y disposición de las energías vitales, primarias (Tierra/materia) y sociales (Cuerpos/trabajo), en manos de una minoría, a costa del despojo de vastas mayorías de pueblos, culturas y clases sociales, eso es lo que el extractivismo asegura y hace posible.
En
definitiva, este fenómeno da cuenta de la dimensión ecológica del
imperialismo, como factor fundamental y condición de posibilidad
material del sostenimiento del sistema capitalista global. La economía
imperial del capital ha precisado -como condición histórico-material de
posibilidad- la constitución de regímenes extractivistas para poder
afianzarse y expandirse hegemónicamente como sistema-mundo. Nuestro
continente “nació” (fue, en realidad, violentamente incrustado al
naciente sistema-mundo) como producto de un zarpazo colonial que nos
constituyó, desde fines del siglo XV hasta la fecha, como una economía
minera, zona de sacrificio. Desde entonces, nuestras sociedades se
con-formaron bajo el formato de regímenes extractivistas, más aún
incluso, a partir de las “guerras de independencia” y la constitución de
nuestros países como “estados nacionales”.
Así,
el extractivismo en América Latina no significa apenas un tipo de
“explotación de los recursos naturales”, sino que da cuenta de todo un
patrón de poder que estructura, organiza y regula la vida social en su
conjunto en torno a la apropiación y explotación oligárquica (por tanto,
estructuralmente violenta) de la Naturaleza toda, (incluida, esa forma
especialmente compleja y frágil de la Naturaleza que son los cuerpos
humanos vivientes). El
extractivismo en nuestra región es la perenne marca de origen de nuestra
condición colonial, que no se ha borrado sino que se ha afianzado,
durante nuestra etapa ‘post-colonial’. El extractivismo ha
permeado nuestra cultura, ha moldeado nuestra institucionalidad, nuestra
territorialidad e ‘idiosincrasia nacional’; ha dejado su huella
indeleble en la estructura de clases, en las desigualdades racistas y
sexistas; en fin, en la naturaleza de los regímenes políticos, el tipo
de estructura de relaciones de poder y sus modalidades de ejercicio y
reproducción. En una palabra, los regímenes extractivistas son, ni más
ni menos, que la base estructural de las formaciones geo-sociales
(Santos, 1996) propias del capitalismo colonial-periférico-dependiente;
expresan la modalidad específica que el capitalismo adquiere en la
periferia.
Por
eso, en todo caso, la profundización, ampliación o intensificación del
extractivismo, es la profundización, ampliación e intensificación de
nuestra condición periférico-dependiente, colonial, dentro del
capitalismo mundial. El extractivismo funciona como dispositivo clave de
reproducción de nuestra integración subordinada al sistema-mundo; está
en el meollo mismo de la dialéctica de la dependencia. Esto significa
que, en nuestras sociedades, la expansión del crecimiento económico va
insoslayablemente aparejado a la profundización de la dependencia y a la
intensificación de los mecanismos estructurales de expropiación. La
razón progresista ha sido ciega a este elemental (y viejo) problema
constitutivo de nuestras formaciones sociales.
Aparentemente, a juzgar por sus políticas y por su retórica, el
progresismo creyó posible “salir del neoliberalismo” y “luchar contra el
imperialismo” profundizando la matriz extractivista y acelerando al
extremo la exportación de materia y energía. Entendiendo el
“post-neoliberalismo” como políticas de “inclusión social” (vía
programas masivos de asistencia social, incremento de los presupuestos
de la infraestructura y prestaciones estatales de servicios básicos,
incentivos al mercado interno para dinamizar el crecimiento del consumo
interno, del empleo, los salarios y la demanda agregada en general) los
gobiernos progresistas materializaron el pasaje del Consenso de
Washington al Consenso de Beijing o “consenso de las commodities” (Svampa,
2013).
Sus políticas “revolucionarias” fueron -en el fondo- no otra cosa que un momentáneo retorno a políticas neokeynesianas. La renta extractivista que financió las “políticas de inclusión” (al consumo de mercado) operaron en realidad una nueva oleada de apropiación y despojo de tierras, agua y energía, extranjerización y re-primarización del aparato productivo, mayor penetración y concentración del poder (económico, político e institucional) en manos de grandes empresas transnacionales; en suma, expansión de las fronteras materiales y simbólicas del capital hacia cada vez más amplias y profundas esferas de la vida social. La “inclusión social” fue, de hecho, inclusión como consumidores; “tener derechos” pasó a significar -para amplias mayorías- ser beneficiario de ciertos programas sociales y tener acceso a cierta cuota de consumo en el mercado. La “redistribución del ingreso” no afectó las desigualdades sociales básicas ni alteró la estructura de clases; los gobiernos progresistas, en verdad, ni hablaron de “lucha de clases” o superación de una sociedad de clases: su objetivo manifiesto fue la “ampliación de las clases medias”. A la par del consumo social compensatorio para las anchas bases de la pirámide social, se expandió el consumo exclusivo de las élites y el consumismo mimético de las clases medias.
Por
supuesto, esto no significó desmercantilizar nada, en ningún sentido,
sino, al contrario, abrir paso a una inédita intensificación y
ampliación de horizonte de la mercantilización, tanto a nivel de las
prácticas sociales objetivadas, como a nivel de las subjetividades y
sensibilidades, incluso en el imaginario social de los sectores
populares. En definitiva, en este sentido fundamental, los gobiernos
progresistas no marcaron una “etapa post-neoliberal”, sino que fueron la
prolongación y profundización del neoliberalismo por otros medios. Todo
eso, financiado por la exportación creciente de materias primas; por la
profundización del extractivismo.
Así,
nuestro crecimiento “a tasas chinas” fue funcional a la revitalización
de la dinámica de acumulación global. Cada carga de nuestras
exportaciones alimentó la locomotora capitalista mundial con gravosos
subsidios ecológicos extraídos de nuestros territorios/cuerpos. Cada
punto de incremento en la demanda mundial (china) de nuestras materias
primas dio mayor impulso a la ola de despojo, devastación de ecosistemas
y mercantilización de bienes comunes y cuerpos humanos. Cada nueva obra
pública, cada incremento en la “inversión” en carreteras,
hidroeléctricas, puertos, hidrovías y cuanta infraestructura pública se
hizo para “mejorar la conectividad regional” y la “integración
latinoamericana” significó, sí, más empleo, más consumo popular, pero
también, mayor apropiación de plusvalía por parte de grandes
transnacionales, aumento del poder económico y político de la clase
capitalista mundial y de los segmentos de las burguesías internas; en
fin, intensificación y profundización de las economías de enclave:
fragmentación territorial de los ecosistemas, debilitamiento de los
entramados productivos endógenos, pérdida de sustentabilidad y autonomía
económica, tecnológica, financiera y, al contrario, profundización de
nuestra inserción estructuralmente subordinada y dependiente.
Mientras las pudieron sostener, las políticas expansivas del ciclo
progresista mejoraron, sí, a corto plazo, las condiciones inmediatas de
vida de los sectores populares; eso está fuera de discusión. El punto es
que esas mismas políticas intensificaron nuestra posición y condición de
subalternidad en el marco de la geopolítica imperial del capital. Ese
crecimiento profundizó la subsunción geometabólica de nuestros
territorios/cuerpos a la trituradora del “molino satánico” global.
De
eso hablamos cuando hablamos del extractivismo como dispositivo clave de
la dialéctica de la dependencia. Por eso mismo, el imperialismo es,
principal y fundamentalmente, imperialismo ecológico: no se trata de un
poder de dominación externo, sino que es intrínseco y constitutivo a
nuestras formaciones sociales; está en las bases mismas de la matriz socioterritoral, la estructura de clases y de poder de las sociedades
capitalistas periféricas. Los regímenes extractivistas son así, la cara
interna del imperialismo (ecológico) del capital.
Ecologismo popular y radicalización de la praxis revolucionaria
“El
cambio supone una subversión gradual de las necesidades existentes, es
decir, un cambio en los mismos individuos, de manera que, en los propios
individuos, su interés por la satisfacción compensatoria ceda ante las
necesidades emancipatorias. (…)) Evidentemente, la satisfacción de estas
necesidades emancipatorias es incompatible con las sociedades
establecidas de estados capitalistas y estados socialistas”. (Herbert
Marcuse, 1979).
“Desde el punto de vista de una formación económico-social superior, la
propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados parecerá
tan absurda como la propiedad privada de un hombre en manos de otro
hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más, todas las
sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Sólo
son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como
boni patres familias, a las generaciones venideras”. (Karl Marx, 1867).
Las
gravosas e insoslayables consecuencias económicas, políticas y
culturales del extractivismo sobre nuestras sociedades, es lo que desde
un amplio y diverso conjunto de actores (no sólo intelectuales,
investigadores, sino movimientos sociales, pueblos originarios,
comunidades campesinas, organizaciones sociales de base comunitaria,
colectivos asamblearios nucleados en torno al ecologismo popular) hemos
venido tan insistente como infructuosamente planteando al interior de
estos procesos políticos en nuestra región. Nuestras luchas contra el
extractivismo no procuraban “hacerle el juego a la derecha”, ni
erosionar la base de sustentabilidad económica y política de los
gobiernos progresistas, sino al contrario. En todo caso, buscaron
siempre mantener claridad en el sentido y el rumbo de la práctica
revolucionaria.
El
oficialismo de izquierda, en particular los “intelectuales orgánicos”
que se abroquelaron acríticamente detrás de una defensa impermeable de
esos gobiernos, hoy en su ocaso, desconsideraron absolutamente esas
advertencias. Por negligencia o conveniencia, con soberbia y/o necedad,
ignoraron sistemáticamente los planteos provenientes de los movimientos
del ecologismo popular; muchas veces con mala fe, los asimilaron a los
planteos del ambientalismo nórdico. Desde la oficialidad del poder, se
apropiaron del nuevo lenguaje emancipatorio arduamente construido desde
las luchas: el Buen Vivir o Sumaj Kawsay, Plurinacionalidad, Derechos de
la Naturaleza, Bienes Comunes, Socialismo del Siglo XXI. Lo usaron, sin
embargo, como una nueva retórica para solapar el viejo imaginario
(colonial y políticamente perimido) del desarrollismo “nacional y
popular”, centrado en un “Estado fuerte” que “controla al mercado” y
comanda el proceso de “crecimiento con inclusión social y redistribución
de la riqueza”. Lo que nació como expresión de un nuevo paradigma
civilizatorio radicalmente post-capitalista, descolonial, despatriarcal
y ecologista, fue sencillamente banalizado y vaciado de contenido.
Hasta hoy en día,
esa izquierda oficialista sigue mostrándose
completamente ciega ante el extractivismo y su dialéctica de la
dependencia. No sólo no entienden la relevancia, gravedad y urgencia de
la problemática ecológica, sino que tampoco entienden, al parecer, que
el extractivismo no es sólo un problema regional, sino global; no es
sólo “ambiental”, sino civilizatorio. Como muestra dolorosamente la
coyuntura crítica de la sociedad venezolana (la de América Latina toda,
pero también la dramática situación del planeta en general), el problema
del extractivismo no es “sólo” la cuestión de la devastación ecológica
de ciertos territorios, sino, en el fondo, la cuestión de raíz de la
depredación capitalista del mundo de la vida como tal.
La
lección histórica que nos deja este amargo fin de ciclo, es que, de una
vez por todas, deberíamos ya definitivamente desafiliarnos de la
religión colonial del “progreso”, despejar de nuestro imaginario la
ilusión fetichista de que sería posible desacoplar el engranaje de la
producción (capitalista de riqueza) del de la devastación (de las
fuentes y formas de Vida). Pues, en plena Era del Capitaloceno, en la
que nos hallamos, está a la vista que ambos mecanismos forman parte
inseparable del mismo “molino satánico”. El aprendizaje histórico que
deberíamos ser capaces de hacer de la frustrada experiencia del “ciclo
progresista” es que el (neo)desarrollismo de ninguna manera es una
alternativa válida para nuestros pueblos; lejos de ser una vía siquiera
‘transitoria’ hacia el “socialismos del Siglo XXI”, fue un atajo que nos
hundió aún más en las condiciones estructurales de subalternidad y
súper-explotación propias de nuestra posición
colonial-periférico-dependiente dentro del capitalismo global.
No se trata de una cuestión de “reforma” o “revolución”. No es que los cambios “iban bien”, pero que faltó “seguir avanzando” en la misma dirección. Se trata de tomar nota de que la política de “crecimiento con inclusión social” no sólo no alcanza como horizonte político de cambio social revolucionario, sino que en realidad es una política completamente errada e históricamente perimida, si a lo que aspiramos es a un verdadero proceso de emancipación social. Un programa político basado en la pretensión de la satisfacción (así sea “para todos y todas”) de las necesidades existentes, es como tal un programa reaccionario, que inhibe de raíz la posibilidad de imaginar y avanzar en la dirección de los cambios que precisamos realizar. El sistema justamente nos constituye como sujetos-sujetados a su reproducción a partir de la estructuración misma de las necesidades (y la colonización de los deseos): las necesidades existentes son, en realidad, las que el sistema necesita para su reproducción; son, por tanto, un aspecto clave de lo que precisamos cambiar.
Los
movimientos del ecologismo popular hemos venido señalando ese punto
ciego de los gobiernos progresistas. Las políticas de “crecimiento con
inclusión social” no sólo son funcionales a la reproducción del sistema,
sino que además se basan en la quimérica creencia de que, dentro del
capitalismo, sería posible “incluir a todos los excluidos”, o peor, de
que “incluyendo a los excluidos” se va transformando el sistema… El
programa de la “inclusión social” no sólo es inviable socialmente (pues
el capitalismo es por definición un régimen oligárquico de apropiación y
usufructo diferencial de las energías vitales, donde “la pobreza de la
mayoría, a pesar de lo mucho que trabajan” sólo va a engordar “la
riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de crecer aunque haga ya
muchísimo tiempo que hayan dejado de trabajar”), sino también
ecológicamente: hay taxativos límites biológicos y físicos dentro del
Sistema Tierra que hacen inviable un horizonte de “crecimiento
infinito”.
Si a
mediados del siglo XIX podría haber sido todavía comprensible, la
ceguera ante la crucial cuestión ecológica de fuerzas sociales que se
dicen revolucionarias, anti-capitalistas, resulta, en el siglo XXI, lisa
y llanamente inadmisible. La crisis ecológica, las desigualdades e
injusticias socioambientales, los impactos tóxicos y destructivos del
industrialismo, el urbanocentrismo, el patrón energético moderno, la
producción a gran escala y el consumismo (no sólo sobre los ecosistemas,
sino sobre la condición humana), no pueden no estar en la agenda de un
programa que se proponga seriamente la construcción del socialismo del
siglo XXI. Como lo dijera el comandante Chávez, la construcción del
socialismo es, en este siglo, “razón de vida”.
El
ecologismo, así, (el ecologismo popular, que nada tiene que ver con el
conservacionismo, el maltusianismo, la economía verde ni cualesquiera de
las distintas
expresiones del eco-capitalismo tecnocrático) lejos de
constituir un programa social ‘reaccionario’ o ‘funcional a la derecha’,
expresa en realidad un nuevo umbral del pensamiento crítico y las
energías utópicas. La irrupción de los movimientos del ecologismo
popular en la escena política del siglo XXI está dando cuenta de la
necesidad de una profunda renovación y radicalización del contenido y el
sentido de la práctica revolucionaria; acorde a las necesidades de
nuestro tiempo. Porque en nuestro tiempo, está claro que no se trata de
“incluir” sino de “transformar”.
Hay
que tomar seriamente -en términos políticos y epistémicos- que estamos
viviendo los momentos extremos de la Era del Capitaloceno (Altvater,
2014; Moore, 2003), una era signada por las huellas prácticamente
irreversibles que la destructividad intrínseca del capitalismo ha
impreso sobre la Biósfera, la Madre Tierra. Justamente por ello, el
sentido de la acción política y el cambio social que como especie, como
comunidad biológica, asumamos, signará decisivamente nuestras
posibilidades de sobrevivencia, o no. Ese es el escenario en el que nos
hallamos. No se trata de ‘catastrofismo’, sino del más crudo realismo.
Como lo advierte Donna Haraway (2016), el Capitaloceno no es una “nueva”
era geológica, otro horizonte espacio-temporal de larga duración; al
contrario, el Capitaloceno designa un “evento límite”, es decir, un
momento de la historia de la Tierra cuyos presupuestos y condiciones
ecológicas y políticas lo hacen inviable: o se transforman esos
presupuestos, o se extingue.
La cuestión ecológica, tal como es planteada por el ecologismo popular, es así crucial para la sobrevivencia de la especie. Por eso mismo, nos empuja a atrevernos a pensar el fin del capitalismo, a recuperar y renovar formas y modos de vida no-capitalistas. Nos incita a pensar la revolución no apenas como ‘cambio de políticas/políticas redistributivas’, ‘cambio de gobierno’ o ‘toma del Estado’, sino como un radical y profundo cambio civilizatorio. Es decir, el escenario del Capitaloceno, la posibilidad cierta de un colapso terminal de las condiciones ambientales que hacen posible la vida humana en el planeta como consecuencia de la huella ecológica provocada por el capitalismo, nos desafía a pensar el cambio revolucionario completamente en otra escala; una escala espacio-temporal mucho más amplia que la que hasta ahora se ha considerado. Necesitamos pensar la revolución como un cambio de Era Geológica. Si el Capitaloceno es un momento crítico, donde la vida (al menos en su forma humana) está expuesta a la extinción, si designa el tiempo geológico en el que el capitalismo ha trastornado hasta tal punto los flujos elementales del sistema Tierra casi al extremo de volverla in-habitable, hacer la revolución en el presente, significa realizar todas las transformaciones que sean necesarias a fin de restituir las condiciones de habitabilidad del planeta; volver a hacer de la Tierra, nuestro Oikos/Hogar, el lugar apto para la (re)producción de nuestra vida como comunidad biológica.
Si
la idea de un socialismo del Siglo XXI es algo más que un mero eslogan
político, y lo consideramos, en términos realistas y concretos como un
nuevo horizonte político, un nuevo modo histórico de (re)producción
social de la vida, y un nuevo régimen de relaciones sociales, esa noción
de “socialismo del siglo XXI” nos lleva a pensar la revolución como una
profunda migración civilizatoria que nos saque de la era insostenible
del Capitaloceno. El ecologismo popular -los sujetos y movimientos
sociales que lo encarnan- se toma seriamente este desafío;
piensan/pensamos la revolución como cambio sociometabólico, como una
radical transición socioecológica hacia un absolutamente nuevo modo de
producción social (de la vida), que supone y requiere no apenas
“oponernos al neoliberalismo” sino deconstruir de raíz las formas
elementales del capital.
En
este punto, hallamos la convergencia fundamental entre el chavismo y el
ecologismo popular. Si algo precisamos rescatar y recuperar del
movimiento bolivariano, si en algo reside su originalidad, su
pertinencia histórica y su potencia revolucionaria, es en la centralidad
que se le ha querido dar a las comunas como nuevas bases ecobiopolíticas
y unidades de producción de la vida social. Eso que ha sido su gran
aporte histórico, ha sido también -hoy lo podemos ver con claridad- su
límite y su contradicción: construir el socialismo comunal ha quedado
sólo como una expresión de deseos. El chavismo en el gobierno siguió el
camino de la “siembra del petróleo”, en lugar del sendero alter-civilizatorio
de la comunalización. Lejos de favorecer la germinación del poder
popular, esa siembra de petróleo lo intoxicó y lo fue asfixiando cada
vez más.
En
las horas aciagas que corren, sería de gran utilidad volver y juntar
fuerzas en torno a ese proyecto político que fue truncado. “Comuna o
nada” es un lema que resume el legado perenne del comandante Chávez y es
también un principio elemental clave para orientar el cambio
revolucionario, la transición socioecológica hacia una nueva era
Civilizatoria y Geológica.
Comunalizar es el verbo donde convergen el chavismo y el ecologismo popular como fuerzas sociales revolucionarias; es lo que tenemos en común, como horizonte guía y aspiración transformadora. Comunalizar es, por supuesto, des-mercantilizar, pero también des-estatalizar: el Estado no es lo opuesto del Mercado, sino la contracara jurídico-política del capital. Avanzar hacia un socialismo comunal no implica un “Estado comunal”, sino la deconstrucción radical de la lógica racional-burocrática, centralizada y vertical de ejercicio del poder y gestión de la vida colectiva. Comunalizar es democratizar y descentralizar los procesos de producción de la vida; implica sembrar poder y capacidades autogestionarias, construir autonomía social desde las bases, tanto en las esferas de la vida doméstica, como de la vida pública. Comunalizar es des-privatizar y desmercantilizar las relaciones sociales, los imaginarios, los cuerpos y los territorios. No basta con suprimir la propiedad privada de “los medios de producción”; tenemos que suprimirla de la faz de la tierra; hacer que llegue el día en el que “la propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados” sea un absurdo inaceptable.
Así,
radicalizar la revolución es comunalizar la Madre Tierra; es diseñar,
construir y asumir como forma de vida, un nuevo metabolismo social que
la reconozca, la considere y la trate como lo que en realidad es: base
imprescindible y fuente de Vida en Común.
Producir un radical giro sociometabólico que parta del respeto y el
cuidado radical de la Madre Tierra, supone salirnos de los engranajes
del productivismo y el consumismo que hacen girar “el molino satánico”
de la acumulación como fin-en-sí-mismo; supone también corrernos del
industrialismo, del urbanocentrismo y el fetichismo tecnológico que nos
hace creer que el “desarrollo de las fuerzas productivas” es una línea
evolutiva universal y que para cualquier problema social y/o ecológico
siempre bastará y será posible hallar una solución tecnológica. Ese
cambio sociometabólico no implica “aumentar los salarios” sino
des-salarizar el trabajo; no “redistribuir el ingreso”, sino redefinir
radicalmente el sentido social de la riqueza, esta vez, en función de
los valores de uso y de la sustentabilidad de la vida y no de la
valorización abstracta y la super-producción de mercancías.
En
fin, procurar ese giro sociometabólico involucra, en última instancia,
des-mercantilizar las emociones, vale decir, buscar, sentir y vivir la
felicidad en las relaciones, y no en las cosas. En lugar de la expansión
(incluso ‘igualitaria’) de los ‘bienes de consumo’, el nuevo horizonte
utópico que se vislumbra desde esta perspectiva pasa más bien por un
escenario donde “el hombre socializado, los productores libremente
asociados, regulen racionalmente su intercambio de materias con la
naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar
por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto
posible de energías y en las condiciones más adecuadas y más dignas de
su naturaleza humana” (Marx, 1981: 1045).
Claro, somos conscientes de que el giro sociometabólico del que hablamos
como medio y proceso revolucionario, constituye un desafío ideológico,
existencial y emocional no apenas para la derecha, sino también para
amplios sectores que se consideran de “izquierda”; claramente es así
para la izquierda oficialista. Todavía estos sectores siguen anclados en
el socialismo (realmente in-existente) del siglo pasado: concibiendo la
revolución como “desarrollo de las fuerzas productivas”, creyendo que el
imperativo de la liberación pasa por “industrializarnos”, “crear puestos
de trabajo”, “aumentar salarios”, construir más carreteras” y “ampliar
las políticas sociales”.
Esos
sectores, esa izquierda no percibe aún “los límites de la civilización
industrial” (Lander, 1996); no puede ver más allá del muro mental de la
colonialidad progresista. Justamente, no pueden ver que más allá de esos
muros, hay mucha comunalidad viviente; personas, organizaciones,
comunidades enteras que no demandan más asfalto ni quieren “progresar”,
que no sueñan con “salir de shopping” ni luchan por el aumento de su
“poder adquisitivo”… Sujetos colectivos que, por el contrario, se hallan
movilizados por la defensa de sus territorios, congregados por los
desafíos de la gestión autonómica de la vida en común, por la producción
de la soberanía alimentaria, por la justicia hídrica, la democratización
y sostenibilidad energética.
Esos
sujetos -tenemos la esperanza y la convicción- son quienes que están
conjugando en sus luchas, el verbo de la revolución, del socialismo del
siglo XXI… Al comunalizar los bienes, los nutrientes y las energías, los
saberes, los sabores y las semillas, estos sujetos están emprendiendo el
camino de la gran migración civilizatoria que nos saque del Capitaloceno
y nos lleve a la Tierra de un nuevo y auténtico Antropoceno: la Era
Geológica del Hombre Nuevo.
Horacio Machado Aráoz
Bibliografía:
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Altvater, Elmar (2014). “El Capital y el Capitaloceno”. En “Mundo Siglo
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Chthuluceno: generando relaciones de parentesco”. Revista
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Marcuse, Herbert [1979] (1993). “La ecología y la crítica de la sociedad
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Svmpa,
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Terán
Mantovani, Emiliano (2014). “La crisis del capitalismo rentístico y el
neoliberalismo mutante”. Documento de Trabajo N° 5, CELARG, Caracas.
1[1]
Decimos “mal llamado y peor entendido” porque generalmente se ha
empleado el concepto de extractivismo para referir a un sector, un tipo
de actividades y/o una fase de los procesos económicos; a lo sumo, se lo
ha usado para caracterizar a economías específicas (locales, nacionales
o regionales) basadas en la sobre-explotación exportadora de materias
primas. Eso es ver apenas una parte del fenómeno, lo que es lo mismo que
no entender el problema como tal, que, a nuestro juicio, tiene que ver
con la dinámica geometabólica del capitalismo como economía-mundo.
2[1] Cita extraída de Emiliano Terán Mantovani, “La crisis
del capitalismo rentístico y el neoliberalismo mutante”. Documento de
Trabajo N° 5, CELARG, Caracas: 2014.
3[1] Esa expresión remite a una nota publicada por Arturo
Uslar Pietri en el periódico “Ahora” en 1936 y que, desde entonces, se
ha convertido en una pieza emblemática de una visión
nacional-desarrollista basada en la idea de invertir la efímera renta
petrolera en la gestación de otros sectores productivos más sostenibles.
Un fragmento de dicha nota dice: “Urge aprovechar la riqueza transitoria
de la actual economía destructiva para crear las bases sanas y amplias y
coordinadas de esa futura economía progresiva que será nuestra verdadera
acta de independencia. Es menester sacar la mayor renta de las minas
para invertirla totalmente en ayudas, facilidades y estímulos a la
agricultura, la cría y las industrias nacionales. Que en lugar de ser el
petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e
inútil, sea la afortunada coyuntura que permita con su súbita riqueza
acelerar y fortificar la evolución productora del pueblo venezolano en
condiciones excepcionales.” (Arturo Uslar Pietri, “Sembrar el petróleo”,
14 de julio de 1936). Al día de hoy, el lema de PDVSA y el título del
Boletín oficial es “Siembra petrolera…. Cosechando Patria”.
4[1] Las exportaciones petroleras venezolanas pasaron del 65
% en 1998 al 96 % en el año 2014.
Fuente:
http://reduas.com.ar/extractivismo-y-dialectica-de-la-dependencia/
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