Los muchos nombres de la protesta
Por Lautaro Rivara
La creciente conflictividad
social en la Argentina ha llevado al gobierno nacional y a sus medios a limitar
la legitimidad de la
protesta. A continuación, un análisis sobre los supuestos y
limitaciones del relato oficial.
Sergio Berni, Secretario de Seguridad, se expresó públicamente sobre el corte de la Panamericana calificándolo de “medidas irracionales”. Adujo que estuvo “teñido de condimentos políticos” y dirigido a “perjudicar y romperle la paciencia a más de 150 mil automovilistas”. “Este tipo de protesta está agotada”, sostuvo.
Esta declaración sobre
el agotamiento de la protesta no es aislada ni constituye un exabrupto de
quién, en definitiva, juró su cargo aclarando que el eje de trabajo de su
gestión no sería la negociación de los conflictos. En el mismo tono diversos
funcionarios del gobierno nacional y algunos de sus voceros preeminentes como
Horacio Verbitsky y 6-7-8, se refirieron en el último tiempo al conflicto social
y sindical para mostrar sus “límites”. Para ello hablaron de “corporativismo”,
“chantaje”, “operación en contra del gobierno”, “caos” e “irracionalidad”. La
misma presidenta dijo en declaraciones respecto al paro nacional de camioneros
del 22 de junio: “Muchas veces los salarios se obtienen por la capacidad de
presión, esto es cuánto puedo amenazar y perjudicar a la sociedad para obtener
un determinado salario”. También en ese contexto declaró no entender “la lógica
gremial y política” de las movilizaciones y habló en contra “de la extorsión y
de la explotación”.
Aún considerando la
progresiva desaceleración económica y el distanciamiento de quiénes fueron los
sostenes del modelo en las coyunturas más acuciantes, el gobierno cuenta aún
con una hegemonía abrumadora y con los efectos de un abultado resultado
electoral. En esta coyuntura aún favorable llama la atención la imposibilidad
de sus voceros de actualizar su discurso sobre el conflicto social y su recaída
en la estigmatización más simple. Por eso un personaje como Berni, puede
insistir con la determinación gubernamental de no reprimir la protesta,
momentos después de desalojar a manifestantes con personal de gendarmería,
perros y camiones hidrantes. Bajo el paraguas de la política de derechos humanos
y con la memoria del 2001 proyectando su sombra, el kirchnerismo no cesó de
remarcar desde sus inicios su negativa a reprimir. Afirmación que era
parcialmente cierta antes de la inflexión del Parque Indoamericano, pero sólo a
condición de excluir la judicialización y la represión a cargo de terceros.
Pero mucha agua ha corrido bajo ese puente, y han sido más de una decena los
asesinados en operativos de fuerzas policiales desde entonces.
La gran capacidad de
iniciativa política adjudicada al kirchnerismo por propios y extraños, y su
novedosa política cultural y comunicacional, parecen entrar en contradicción
con un discurso que recurre una y otra vez a lugares comunes del pensamiento
liberal a la hora de tematizar la protesta. Las declaraciones mencionadas, ilustran
una estrategia mediática destinada a abordar los conflictos sociales que tocan
los puntos más sensibles del modelo kirchnerista y que amenazan su ascendiente
sobre buena parte de la intelectualidad progresista y las clases medias.
Este
discurso propone socavar la legitimidad de la protesta social desde diversos
ángulos.
En primer lugar puede
mencionarse la tendencia a subordinar el derecho a la protesta a otros derechos
sacralizados como el de la libre circulación. Otro mecanismo recurrente ha sido
la construcción de jerarquías entre trabajadores, estableciendo que los
sectores en conflicto serían parte de minorías privilegiadas imposibles de
conformar. Esto fue claro en el conflicto de los docentes de Adosac, que fueron
presentados como los mejor remunerados de todo el país, a contrapelo de
cualquier análisis sensato que tomara como punto de partida la estructura de
precios vigente en Santa Cruz. De ese tenor fueron las críticas a las
movilizaciones contra el impuesto a las ganancias. Según el tratamiento de los
medios oficialistas, las contradicciones fundamentales de la sociedad estarían
expresadas entre los trabajadores precarizados o agremiados en sindicatos
débiles y una presunta aristocracia obrera, y no entre empresarios y
trabajadores.
También se ha fustigado
con los fantasmas de la “intencionalidad política” y del “corporativismo”. El
primero señala implícitamente la existencia de dobles intenciones tras las
reivindicaciones populares. Así fue como en el conflicto de Adosac se
mencionaba sugestivamente el hecho de que el paro se diera precisamente en la
provincia de los Kirchner y en tiempos preelectorales. Esto se enmarca en los
discursos binarios sobre la funcionalidad a los intereses de la derecha y sobre
la desestabilización política, que el kirchnerismo ha instalado con evidentes
réditos políticos.
El tema del
corporativismo apareció instalado no sólo respecto al conflicto docente y al
paro camionero, sino que también fue usado contra las asambleas ciudadanas que
se manifiestan contra la instalación de proyectos megamineros en sus
territorios. Este accionar sectorial se opondría a los intereses del Estado,
comandados por una fuerza política supuestamente despojada de todo interés
corporativo, como supone la nota de Verbitsky “La primacía de la política”,
aparecida en Página 12.
Por último, se presenta
la idea de que la misma actividad sindical y cualquier medida de fuerza constituyen
una extorsión contra los intereses de sujetos tan difusos como “la nación” o
“la gente”. Esto no sólo niega los fundamentos mismos de la protesta y los
únicos medios que tienen los sectores populares para hacer valer sus intereses,
sino que acerca la visión oficial a las apreciaciones sobre el conflicto que
históricamente ha desarrollado el multimedios Clarín.
En definitiva, el
aumento de la conflictividad social parece mostrar las limitaciones de una
política comunicacional que ha sido uno de los signos distintivos de la era
kirchnerista y que ha construido una fuerte hegemonía entre franjas de la
población autoidentificadas como progresistas. Frente a este fenómeno, se
alternan como respuesta la negación lisa y llana de la actividad represiva y un
discurso que cada vez estigmatiza más a los sectores organizados, para
justificar así el peso de la violencia institucional que se ejerce sobre ellos.
Es en esa clave que debe leerse el poco probable agotamiento de la protesta en
la Argentina.
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