De
la Doctrina de la
Seguridad Nacional a
la doctrina de la Seguridad Ciudadana :
la inseguridad del régimen
Octubre de 2011
Octubre de 2011
Por María del Carmen Verdú
El ghetto a la inversa
En las recientes campañas electorales
argentinas, como viene sucediendo hace ya varios años, la cuestión popularizada
bajo el nombre de “problema de la inseguridad” ha ocupado un lugar
preponderante en el discurso de los candidatos y en su abundante producción
propagandística.
Un ejemplo claro de la forma en que se plantea
a la ciudadanía ese “problema” (insistiremos en el uso de comillas) es un spot de un candidato a presidente en las
elecciones primarias, que llamaba a votar por un “cambio seguro”, después de
mostrar la siguiente escena: de noche, un matrimonio joven que está en el
comedor de su casa escucha desgarradores gritos de alguien que en la calle pide
ayuda. La reacción espontánea del marido es abrir la puerta y ver si puede
ayudar, pero la mujer, en un tono que comienza alarmado y sube en un crescendo de histeria total, se lo impide. “Es
una trampa”, le dice. “Hacen así para que abras, y ahí te agarran…”. Conclusión:
mientras siguen los pedidos de auxilio, la pareja se queda encerrada en casa,
aterrorizada por la inseguridad.
La propaganda en
cuestión no está sola en el escenario proselitista del año. Todas las
expresiones electorales, desde las que se definen claramente como derecha,
hasta las más radicalizadas por izquierda, pasando por el abundante menú de
“progresistas”, dan un importante espacio a lo que, según se dice en los medios y aseveran las encuestas, representa, si no
la principal, una de las más acuciantes demandas sociales de la época.
Es que, a través de un proceso que ya lleva
más de una década, el “problema de la inseguridad” se ha convertido en uno de
los ordenadores de la política nacional, cobijando confusamente, bajo ese
rótulo, un amplio conjunto de cuestiones, como delincuencia, policía, espacios
públicos, prostitución, justicia, legislación penal y contravencional,
políticas migratorias, asistencia social, escuela, familia, y un larguísimo y
heterogéneo etcétera.
Y, al impulso de esos debates, se genera y
propagandiza una multiplicidad de “soluciones” que, lejos de vincularse con
“vivir más seguros”, apuntan a modificar conductas y generan cambios en el
espacio urbano y en la vida cotidiana.
Por ejemplo, nos dicen que es peligroso tomar un taxi que paramos en la calle,
y que en cambio hay que hay que llamar un radiotaxi o un remisse; que no hay
que subir al ascensor o dejar pasar al edificio a desconocidos; que no se deben
hacer transacciones con sumas de dinero en efectivo, sino trasferencias
electrónicas; que hay que tener garitas con vigilancia privada en el barrio, y,
en nuestras casas, alarmas, puertas blindadas, cámaras con circuitos cerrados,
rejas y alambres de púas. A nadie le sorprende que, para acceder a una oficina
céntrica, un uniformado de una agencia de seguridad le pida el documento, y
hasta le saque una foto con una moderna webcam,
ni que sea necesario anunciarse en la entrada del barrio privado y esperar a
que se autorice el ingreso.
En el marco de la crisis mundial, sobreviven
incólumes las empresas de vigilancia, las proveedoras de cámaras de seguridad,
los fabricantes de puertas blindadas o las armerías.
Por sobre todas las cosas, como lo ejemplifica
el spot electoral que comentábamos, se
promueve el individualismo a ultranza, bajo la máscara de la autopreservación,
y se fomentan el aislamiento y el encierro en el castillo moderno, que ya no
tiene foso con cocodrilos ni puente levadizo, sino altos muros con alambres de
púas o botellas rotas, y que es custodiado por personal de seguridad privada en
los bien controlados accesos.
Nada hay como el espacio urbano para mostrar
los cambios sobrevenidos de la mano de la “inseguridad”. Ya no vemos, excepto
en los barrios más humildes, a chicos que juegan en la calle, ni a adultos con
la silla en la vereda, mateando con el vecino. El paisaje de los barrios de
mayor concentración económica se ha convertido en una acumulación de rejas –las
más de las veces electrificadas–, muros, garitas de vigilancia, uniformados
privados, alarmas conectadas a las comisarías o a proveedores particulares. En
lugar de salir a comer al restaurante de la esquina, se pide delivery, siempre con cadetes
que sólo llegan hasta el puesto de vigilancia del edificio o el country, o se
recurre al custodiado “patio de comidas” del shopping,
al que se entra y sale en auto. Allí, y no en las calles, se miran las
vidrieras y se va al cine, cuando no se alquilan los DVDs para verlos en la
“seguridad” del propio living, con el plasma de último modelo.
Los barrios privados –donde todo, llevar los
chicos a la plaza, sacar a pasear el perro, hacer jogging o andar en bicicleta, se hace dentro
de sus amurallados confines– son el emergente más típico de esa modificación
urbana, que, simultáneamente, tiene su contracara. Si la seguridad privada
custodia internamente ese gueto a la inversa, en el cual la “gente bien” elige
encerrarse, queda a cargo del aparato de seguridad estatal garantizar el otro
cerco, el que rodea como pinza los barrios pobres, e impide a sus moradores
salir hacia aquel otro mundo sin exhibir documento y dar razón de su
movimiento.
Ayudada por la geografía, esa dinámica urbana
asume en algunos lugares características precisas, como en Bariloche , donde policías y gendarmes custodian una
verdadera frontera interna, con puestos permanentes en los únicos ocho pasos
que permiten acceder de las barriadas pobres del Alto a las impecables cabañas,
los coquetos negocios y las preciosas casas de té del Bajo. Literalmente, como
en la Sudáfrica del apartheid,
los habitantes del Alto que van al centro, sede del turismo y los negocios,
deben mostrar a los guardias armados alguna constancia del motivo de su
desplazamiento. Cuando, en junio de 2010, el fusilamiento policial de Diego
Bonefoi, de 15 años, movilizó masivamente a sus vecinos del Alto, no fue sino
natural que la indignada multitud echara abajo los retenes y descargara su
furia, no sólo sobre las comisarías, sino sobre todo lo que representa esa Bariloche de lujo a la que, normalmente, no pueden
acceder ni para cartonear.
Igual se vive en los barrios del conurbano
bonaerense o en los conglomerados empobrecidos de las grandes ciudades del
interior del país, como Rosario o Córdoba. Es habitual que padres e hijos
coordinen los horarios de salida del barrio, porque, si los pibes van solos, el
riesgo de detención con la excusa de una averiguación de antecedentes o una
contravención se efectiviza una de cada dos o tres pasadas frente al retén de
policía o gendarmería. Hace apenas unos días, en la próspera ciudad de Rafaela,
en pleno centro agropecuario del Oeste santafesino, una vecina nos contaba que,
desde que se inauguró un majestuoso barrio privado que linda con el
asentamiento donde ella vive desde hace más de diez años, la GUR (guardia
urbana rafaelina, una policía municipal) exige que exhiban el DNI e indiquen
adónde van cada vez que salen del barrio. “Hace más de siete años que soy
enfermera en el mismo hospital, pero cada mañana, para ir al trabajo, tengo que
mostrar la credencial o no me dejan pasar para tomar el colectivo”, explicó. Y
agregó que su hija, de 17 años, perdió el documento hace poco, y, desde
entonces, no puede salir del barrio sin ser detenida “preventivamente”.
A la inversa, para atravesar la empalizada
–rodeada de puntas aguzadas, plagada de ojos electrónicos, sensores de
movimiento y garitas de custodios armados– que rodea los caserones de los
grandes ganaderos y sojeros de la zona, es necesario tener “cita previa” y
estar consignado como “visita autorizada” en el listado que el vigilante
renueva cada día, y que incluye el nombre y número de documento de mucamas,
jardineros, niñeras, masajistas y personal
trainers.
Los sectores medios ,
los mismos que hace no tanto tiempo atrás cantaban “piquete y cacerola, la
lucha es una sola”, mientras protestaban por sus ahorros incautados y llevaban
leche y galletitas para los hijos de los desocupados que acampaban en alguna
plaza, remedan a los más ricos instalando las mismas alarmas, sensores, cámaras
y culos de botella en las tapias de sus casas, cuando no optan por irse a vivir
en enormes pajareras de 20 o 30 pisos, con seguridad permanente las 24 horas,
donde hasta se estila, ahora, que los propios habitantes no tengan llave de la
puerta del edificio, sino que sólo puedan entrar quienes son reconocidos como
“copropietarios”, o visitas frecuentes, por los custodios.
Así, se terminaron las épocas del afilador que
tocaba todos los timbres del edificio, con su silbido y “¿Algo para afilar,
doña...?”, y toda la estirpe de vendedores puerta a puerta, de libros,
franelas, escobas o cosméticos, porque, sencillamente, nadie les abre la
puerta.
Esta compartimentación del espacio urbano
reconoce su origen en un proceso que no es nuevo ni reciente, y que responde a
la necesidad del régimen de administrar eficazmente sus herramientas
represivas, dotándolas de legitimidad y consenso.
No se olviden del cabo Ayala
Después de las grandes huelgas y
manifestaciones de 1995 en Tierra del Fuego, durante las cuales la policía
asesinó al trabajador Víctor Choque, los años 1996 y 1997 fueron
particularmente agitados en materia de conflictividad social, de resistencia
popular al ajuste, y se destacaron los cortes de rutas y las puebladas entre
los métodos elegidos por el pueblo para expresarse. La respuesta estatal fue
nuevamente violenta –el asesinato en Neuquén de Teresa Rodríguez, el 12 de
abril de 1997, fue el saldo más doloroso–, y causó repudio el envío de “tropas
especiales” de la policía federal o de la gendarmería a las provincias, para
que actuaran combinadamente con las policías locales.
Los medios
comenzaron a reflejar la existencia de un proceso social expresado en casi todo
el país, a través de paros parciales, paros nacionales, marchas, cortes de ruta
y manifestaciones callejeras, que marcaba una evolución en el sentido de la
constitución incipiente de fuerzas de resistencia. Ese proceso, iniciado en
1993, con el Santiagazo, y claramente diferenciado de los saqueos de 1989,
presentaba inicios de sistematicidad, permanencia, continuidad y organización,
y se hizo evidente ya desde fines de 1996, para alcanzar un desarrollo
importante al año siguiente, y evolucionar hacia lo que sería su cenit, las
jornadas de rebelión popular del 19 y 20 de diciembre.
Simultáneamente a ese proceso, caracterizado
en términos de rechazo a un sistema sociopolítico-económico injusto, otro
proceso social avanzaba sobre el eje de la violencia extraeconómica: la
resistencia y lucha contra la impunidad y contra la represión por el brazo
armado del régimen. Los nombres que convocaban la dualidad poder-resistencia
eran la masacre de Budge, Walter Bulacio, Miguel Bru, Sergio Durán, el soldado
Carrasco, Cristian Campos. Hacia fines de 1997, era visible un alza de la lucha
antirrepresiva, a tal punto que, cuando el adolescente Sebastián Bordón
desapareció en Mendoza, los esfuerzos oficiales por instalar versiones de fuga
o de problemas psiquiátricos chocaron con la inmediata repulsa popular, que no
apartó los ojos del destacamento policial de El Nihuil hasta que fue hallado el
cuerpo torturado del muchacho.
Por los mismos tiempos, estalló la crisis de
legitimidad de la policía bonaerense. La acumulación de evidencias de su
constante participación criminal en cuanto delito resultara redituable, y la
sistematicidad del gatillo fácil y las torturas –visibilizados por las
crecientes luchas populares– determinaron que, al día siguiente del asesinato
de José Luis Cabezas, y cuando todavía se sabía muy poco sobre el crimen, todas
las sospechas se dirigieran hacia “la mejor del mundo”, que se quedó
rápidamente sin apoyos políticos perceptibles. Sin llegar a un estallido
similar, tampoco la imagen de la policía federal y del resto de las
provinciales era por entonces demasiado alta.
Fue en ese marco político-social, dominado por
la incertidumbre económica y la agitación social, y caracterizado, además, por
el más alto grado de desprestigio y legitimación conocidos hasta entonces, en
democracia, del conjunto de los aparatos policiales y militares, que irrumpió
con virulencia una sistemática campaña de ley y orden que desde entonces ocupó
ininterrumpidamente, con escasos matices, un lugar de importancia en el centro
del debate político argentino.
Esa planificada campaña se asentó sobre la
necesidad de erigir un nuevo enemigo interno, que permitiría conseguir consenso
en las capas medias, brindando la necesaria legitimidad a la inevitable
represión que debía neutralizar las luchas que se visibilizaban, cada vez más
organizadas.
El 4 de noviembre de 1997 emerge esta nueva
etapa de la estrategia del régimen, orientada a dispersar y debilitar las
fuerzas de resistencia y de oposición dificultosamente construidas hasta
entonces. El “acontecimiento” utilizado como disparador fue un titular de
Clarín: “INSEGURIDAD. Golpe de un grupo comando en Saavedra: Asalto a sangre y
fuego. Matan a un policía al robar un banco”. La campaña comenzó a
instrumentarse con algunas marchas por el fallecido cabo Ayala, y una
fotografía cuidadosamente colocada en las garitas de la policía en los bancos,
que además remitía a la de
Cabezas (“No se olvide del cabo Ayala”).1
Apuntes diversos dan cuenta de cómo el
discurso oficial recurre a inversiones y desplazamientos de conceptos, a
apropiaciones y usos de elementos de “su” enemigo, es decir: de nuestros
elementos. En este caso, no trataron de quemar las banderas del enemigo, sino
de disolverlas, destruirlas por asimilación, por incorporación. No enmudecieron
las palabras pronunciadas contra ellos, sino que las hicieron suyas, tal como
el genocida Videla invocaba ilegítimamente los derechos humanos en su defensa.
La burguesía lanzó la estrategia de mostrarse inofensiva vistiendo las ropas de
su presa.
Luego del punto de inflexión señalado, los
titulares cambiaron a “delincuentes... cada vez más jóvenes”, “ola de
violencia”, “zonas rojas”, “ola de asaltos”, “matar por matar” y el latiguillo
dilecto, que se instalaría en los años siguientes: inseguridad.
La “amenaza de la delincuencia” fue
introducida como cuña para debilitar los procesos incipientes de oposición, o,
en todo caso, para forzarlos al interior de un más restringido encapsulamiento.
El argumento del crecimiento de los delitos, y la amenaza que se agita en torno
a ese crecimiento, tienen su punto de localización estratégica en el momento de
configuración y de comienzo de reconstitución de relaciones sociales que
cuestionaban los dos ejes señalados: la pelea contra el sistema
político-económico y la lucha antirrepresiva. La operación política de la
“inseguridad” buscó provocar el efecto de escindir estos dos términos: aunque
el origen de muchos delitos es correctamente atribuido por buena parte de la
sociedad a la pobreza, la desocupación y la consecuente imposibilidad de
generar otro tipo de proyecto de vida, se reclama más seguridad, más policía,
más “prevención-(represión)”.
Porque, claro, cuando políticos, policías y
comunicadores hablan de “delincuencia” (y piden castigo, mano dura, cárcel y
facultades de la policía), no se refieren a los innumerables crímenes, de
enorme repercusión social, cometidos por empresarios, funcionarios, policías o
jueces. “Delincuentes” son, exclusivamente, los pobres que delinquen, y si son
jóvenes, mas delincuentes todavía. Se comete, así, el fraude de excluir de esa
categoría a los coimeros, a los estafadores, a los que se enriquecen con la
enfermedad de los jubilados o a los funcionarios involucrados en el
narcotráfico, los asaltos comando o la trata de personas. Éstos, lejos de las
páginas policiales, son, en el mejor de los casos, personajes “polémicos” cuya
conducta es merecedora del análisis político, nunca “delincuentes” para los que
se exija “tolerancia cero”.
La construcción de la idea de “delincuencia”
no se agota en su localización clasista. La policía, y la mayoría de la prensa
–que reproduce la versión azul sin beneficio de inventario–, difunden, además,
una imagen de los que cometen delitos que nos convoca a pensar la
“delincuencia” como un grupo perfectamente organizado, cuyos miembros se
reconocen entre sí, y que actúa homogéneamente con cierta habilidad, recurre a
modernos métodos, cambia rápidamente sus tácticas frente al accionar represivo
y –lo que resulta aún mas curioso– dispone de cierto poder para “entrar por una
puerta y salir por la otra”.
La expresión más acabada de esta construcción
de la realidad son las “oleadas” que, cada tanto, descubren algunos diarios.
Así, vemos que, durante un tiempo, la “delincuencia” se dedica a robar
restaurantes; al mes siguiente, la “ola” es de
hombres-araña-que-asaltan-edificios; a los dos meses, la “delincuencia se
ensaña con los jubilados”, y, tres semanas después, se ponen de moda los
atracos cometidos en taxis. Olas, todas éstas, que mágicamente desaparecen cuando
asoma la siguiente.
La mayoritaria delincuencia real –el gran
conjunto de sujetos perseguidos, acusados o condenados por el sistema penal–
es, por supuesto, bien distinta: se trata de miles y miles de marginados, de
muy bajo nivel de instrucción, muy jóvenes por lo general, con severas
dificultades para actuar colectiva y eficazmente aun en grupos pequeños, que
fracasa reiteradamente en sus ataques a la propiedad ajena y suele terminar
purgando largas condenas por una o varias tentativas de robos frustrados,
después de haber sido ¿defendidos? en un porcentaje superior al 80% por
defensores de oficio, cuya única aparición en sus vidas es para decirles
“…hacete cargo y agarrá un abreviado, pibe, que te conviene…”.
Por supuesto que, como decíamos, existen los
profesionales –superbandas, grandes traficantes o estafadores–, que son una
minoría dentro de la “delincuencia”; pero allí se advierte, en la casi absoluta
totalidad de los casos, que quienes dirigen, gerencian y hasta protagonizan ese
crimen organizado, son, sistemáticamente, integrantes de las fuerzas de
seguridad, muchas veces con acuerdos con el aparato político, como lo muestran
el narcotráfico, los secuestros extorsivos, la explotación de personas para la
prostitución o los asaltos a blindados.
Lo concreto es que el régimen busca que la
gente viva enrejada y encerrada frente a la tv o la consola de juegos, que
sienta la necesidad de una fuerte y permanente presencia policial, que se
acepte la solución judicial-punitiva para el enfrentamiento de problemas de
inocultable origen social. En otras palabras, la acción del sistema penal
–aunque busque legitimidad en los crímenes más aberrantes– impone ideas y
valores, difunde mitos, oculta problemas, distorsiona conflictos.
A medida que se modifican los escenarios en
los que se desarrolla la lucha de clases, también son diferentes los
dispositivos de control social a que apela el poder, y varía la forma de
articulación de los mismos entre sí. Es que, junto a la coerción directa, hay
etapas en las que los gobiernos priorizan el uso de métodos que sean más
sutiles, menos cuestionables por su brutalidad, o, mejor aún, que, además de no
ser cuestionados, sean aplaudidos.
Muchas veces, con anterioridad, las voces mas
reaccionarias de la sociedad habían hecho de la “inseguridad” el centro de su
proselitismo. Pero desde fines de 1997, el fenómeno abandonó los márgenes del
escenario mediático y político para tomar encarnadura en sus protagonistas
principales. Basta verificar, por ejemplo, en cualquier hemeroteca, cuántos
robos o asaltos tenían espacio en las patricias páginas de La Nación antes y después de ese momento
bisagra. O constatar, del mismo modo, cuántas líneas de Clarín se dedicaban a hechos policiales hace
15 años, y cuántas ahora.
El fenómeno del “gatillo fácil” –como el saldo
más negro de una política de control y disciplinamiento violento de las masas,
diseñada desde el poder y ejecutada por las policías– no es, como aún sostienen
algunos, “parte de la pesada herencia del pasado dictatorial que la democracia
aún no resolvió”, sino una necesidad fundante de todo Estado que administre una
sociedad dividida en clases, y que, por ello, necesita reprimir para garantizar
la explotación.
Antes de 1997, debimos bregar mucho frente a
la existencia misma de la pena de muerte extralegal; tuvimos que luchar para
demostrar que los asesinos de uniforme no eran “manzanas podridas” o “loquitos
sueltos”, sino ejecutores –conscientes o inconscientes, lo mismo da– de una
metodología política sistemática. Con la irrupción del discurso de la
“inseguridad”, ingresamos en una nueva fase, la de una justificación abierta,
explícita del atropello, el tormento o la muerte en nombre de la sacralizada
seguridad.
La evangelización yanqui
Históricamente, las políticas de seguridad nacional
han respondido a los planes digitados por el Departamento de Estado de los
Estados Unidos para América Latina. Así fue la doctrina Monroe y
luego, bajo el imperio de la “doctrina de la seguridad nacional”, la aplicación
del plan Cóndor. A partir de 1989, la nueva situación internacional, con la
caída del Muro de Berlín y el fin de la “Guerra Fría ”, persuadió a los norteamericanos a
variar la forma de dominación.
Se plantearon nuevas estrategias, que fueron
esbozadas en los documentos Santa Fe, con una política de apuesta al
fortalecimiento de las “democracias” en América Latina, que pretendía instarlas
a mantener el control social y aplacar la lucha en forma local, sin la
necesidad de la intervención directa, estrategia que había sufrido ya un serio desgaste.
Hoy, mediante estas estrategias perfeccionadas
y acordes a las necesidades actuales, estas políticas siguen siendo digitadas
desde los EE.UU. mediante los organismos internacionales y sus propias
agencias, como el Departamento de Defensa y el Comando Sur, que garantizan los
entrenamientos conjuntos, por medio de los cuales se tiene injerencia sobre la
formación de las FF.AA. de los diferentes Estados latinoamericanos, se
establecen acuerdos de inmunidad para penetrar sobre territorios de la región y,
así, acceder a áreas ricas en recursos naturales, y se hace uso de bases
militares locales para intervenir en regiones en las que existe conflicto
armado como es el caso colombiano con las FARC.
Pero, fundamentalmente, el paradigma
imperialista a partir de los noventa apunta, más que a las fuerzas armadas, al
control y adoctrinamiento del aparato de seguridad interior; a las fuerzas de
seguridad, con énfasis en los grupos de operaciones especiales y despliegue
rápido; a jueces, fiscales y funcionarios del poder ejecutivo del área de
seguridad.
La textualidad de los documentos Santa Fe I y
II permite reparar en la sistematicidad y el detalle con que, desde el
Departamento de Estado de EE.UU., se planifica la política de seguridad para
América Latina; cómo se detectan claramente como enemigos a quienes ataquen la
gobernabilidad y atenten contra la propiedad privada y los negocios, y cómo la
respuesta es siempre la búsqueda del perfeccionamiento de los mecanismos
represivos para lograr el control social con el menor costo posible.
Este nuevo modelo de intervención
internacional está montado sobre conceptos como “cooperación internacional”,
“multilateralismo”, “gobernabilidad democrática” y, por supuesto, la “lucha
contra el terrorismo y el narcotráfico”: expresiones clave para sustentar el
nuevo paradigma de dominación, que, acomodado a la época, ya no predica la seguridad nacional, sino la seguridad ciudadana.
Cada año, el congreso yanqui actualiza el Plan
de Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo, que, como lineamiento de
política exterior yanqui a corto plazo, orienta el accionar de todas las
agencias del Estado norteamericano, y renueva los programas de becas para
estudiantes extranjeros. Si se proyectan a un segundo plano los ejercicios y
cursos para militares, que se siguen haciendo, pero no son más un eje central,
hace años que Argentina es parte del Programa de Becas de Contraterrorismo
(CTFP) que se destina, no a las fuerzas armadas, sino a grupos de elite de las
fuerzas de seguridad (policía federal y provinciales, gendarmería y
prefectura). En una versión actualizada de lo que fue la Escuela de las
Américas para los militares de los sesenta y setenta, un millar de efectivos de
las fuerzas de seguridad argentinas reciben entrenamiento en EE.UU. cada año.
De acuerdo con un informe aprobado por el congreso norteamericano, en 2009 un
total de 939 integrantes de las fuerzas de seguridad argentinas participaron de
estos entrenamientos en territorio estadounidense, a un costo total de
1.434.782 dólares.
A tono con la máscara de la “inseguridad”,
también dan cursos dirigidos al manejo de “situaciones de crisis con rehenes”,
“secuestros extorsivos” o similares para miembros del poder judicial y el
ministerio público, cuyos diplomas son después expuestos con orgullo en sus
despachos. EE.UU. no se limita a entrenar a policías y gendarmes
latinoamericanos; también “terceriza”, por ejemplo, su accionar a través del
Estado de Israel, que ofrece similares cursos, que, de paso, sirven para
difundir propaganda sobre su producción industrial bélica.
Así, tras la pantalla de la “cooperación” y
con la excusa de la “defensa de la seguridad continental”, entendida como
sinónimo de la propia, EE.UU. impuso en pocos años un nuevo esquema de política
represiva en el continente, que los gobiernos proimperialistas de los países
dependientes se apresuraron a adoptar. En Argentina, todas las fuerzas de
seguridad, con un fuerte impulso a los grupos de choque, se han unificado bajo
un comando político único, la secretaría de Seguridad, creada por el menemismo
en el ámbito del Ministerio del Interior, y que el kirchnerismo trasladó al
ministerio de Justicia, Seguridad y DD.HH., para luego autonomizarla como
ministerio de Seguridad.
Bien lo explica Loïc Wacquant en su prólogo a
la edición para América Latina de Las
Cárceles de la Miseria: “América Latina es hoy la tierra de evangelización
de los apóstoles del ‘más Estado’ policial y penal, como en las décadas del
setenta y del ochenta, bajo las dictaduras de derecha, había sido el terreno
predilecto de los partidarios y constructores del ‘menos Estado’ social
dirigidos por los economistas monetaristas de América del Norte” (Wacquant
2003: 12).
Los fraudes
En las villas y los barrios humildes de las
grandes concentraciones urbanas, no hay otro contacto de las masas juveniles
con el Estado que no sea el padecimiento de la violencia y la planificada
brutalidad policial. La escuela expulsa al que no tiene para comer o para pagar
el boleto y a la salud pública no se accede porque cerraron la salita del
barrio. Como si esto fuera poco, el violento discurso dominante ubica a los
explotados, ya no en la categoría de víctimas, sino en la de “perdedores” –por
su propia incapacidad, claro está– en el juego del libre mercado. No interesa
si existen crisis económicas, si hay cierre de fuentes de trabajo y por tanto,
desempleo y falta de futuro para los jóvenes, sino que el único problema social
en la Argentina se reduce a los hurtos y robos en sus distintas especies, y los
homicidios vinculados a estos desapoderamientos.
Son estas figuras delictivas las que
prevalecen al momento de hablar de “falta de seguridad”, sin siquiera analizar
la posibilidad de encuadrar en esta categoría ficticia a la enorme cantidad de
exacciones, cohechos, prevaricatos, defraudaciones o contrabandos que producen
enorme daño a toda la
sociedad. Tampoco se analiza la comprobada intervención de
elementos policiales, o de otras agencias represivas, como protagonistas o
gerenciadores a la distancia, en los mismos hechos que dicen “prevenir”
mediante la detención de prostitutas, jóvenes pelilargos o presuntos
merodeadores.
El hombre buscó trabajo todo el día y vuelve a
la casilla derrotado; su mujer lleva horas de escuchar a los pibes llorar y
quejarse por hamburguesas, zapatillas, manuales y juguetes reclamados por la
maestra y la tv; los tres colchones donde duermen los seis apestan de olor a
humedad desde el último diluvio; papá y mamá discuten a los gritos buscando al
culpable de haber agotado la
garrafa. La familia argentina, sin embargo, está “segura”
porque la gendarmería, junto a la prefectura, ayudará a la policía –bonaerense,
federal, metropolitana– a “combatir la delincuencia”. Ése es el primer fraude.
Aunque, en su discurso, todos los que se
alinean en la “batalla contra la inseguridad” se apresuran a aclarar que “la
mayoría de los pobres son honestos y sólo unos pocos son delincuentes”, los
análisis y propuestas que escuchamos contra ese pretendido “enemigo común”,
aunque no se lo diga de manera explícita, apuntan a los pobres. Nunca se
discuten, como cuestiones vinculadas a la “inseguridad”, los fabulosos
desfalcos al patrimonio público, las coimas de los funcionarios, los negociados
con medicamentos adulterados, las valijas repletas de dólares que van y vienen
en aviones privados, el contrabando de armas digitado desde despachos
oficiales, las bolsas de dinero en los baños de las ministras o el narcotráfico
de los hijos de los comodoros. Tampoco los vaciamientos empresariales, las
muertes de obreros por falta de elementos de seguridad en el trabajo, y mucho
menos, desde luego, los policías torturadores o que masacran pibes con el
gatillo fácil, los que gerencian el tráfico de drogas y autos robados, los
secuestros extorsivos, la trata de personas o proveen logística y zonas
liberadas para asaltos comando a bancos y camiones blindados.
El barrio en que se vive, la educación a la
que se accede –o no se accede–, las opciones culturales o deportivas de las
personas y grupos están fuertemente condicionados por su pertenencia de clase.
Con el accionar delictivo pasa lo mismo. La condición de clase gravita en forma
determinante en lo que hace a oportunidades y medios
delictivos. Cuando políticos, policías y comunicadores hablan de “delincuencia”
–y piden más castigo, más cárcel y más facultades de la policía–, se remiten
exclusivamente a los pobres que delinquen. Y si son jóvenes, más “delincuentes”
todavía, al punto que se acuñó la expresión “pibe chorro”.
Se comete, entonces, un nuevo fraude al
asimilar delincuencia con los humildes que cometen un delito, excluyendo de esa
categoría a políticos, funcionarios, empresarios, famosos, amigos del poder y
todos sus perros guardianes, sea su uniforme del color que sea. Todavía hoy,
cuando hablan del “triple crimen de General Rodríguez”, donde fueron asesinados
tres empresarios de la industria farmaceútica, vinculados al contrabando de
precursores químicos, los medios no
dicen “los narcos” o “los cacos”, sino “los jóvenes” o, incluso, “los chicos”.
De nuevo, no es del verdadero crimen organizado,
el que maneja millones por día, y que sistemáticamente aparece dirigido por
elementos del aparato represivo estatal y con vínculos con el poder político o
económico, del que se habla en estos casos.
Decíamos ayer…
En septiembre de 1998, diez meses después de
aquel “asalto a sangre y fuego en Saavedra”, CORREPI publicó un breve opúsculo
que llevaba por títuloSeguridad ciudadana o (in)seguridad del régimen.
Pese al tiempo transcurrido, bien vale reproducir unos pocos párrafos:
[…] sin solución de continuidad, la enardecida
y excitada sensación de falta de seguridad encarnada desde el autoritarismo
desató una suerte de terror social en las clases medias con el pretexto de un
auge de los delitos contra la propiedad, obteniendo consenso para facilitar el
control social y la
represión. Esta intención, dirigida a lograr la convicción de
las clases medias de que cualquiera proveniente de sectores sociales bajos es
un enemigo y merece ser eliminado, también está encaminada a los pobres para
lograr imponer la desconfianza entre pares.
[…] Seguridad
es confianza, tranquilidad, y seguro es lo que está firme, lo que está exento
de riesgo o daño o lo que funciona adecuadamente. Hace no muchos años también
el lenguaje político daba a la palabra “seguridad” ese sentido. Al asimilar la
“seguridad” de la población al problema del “delito”, se perpetra un doble
fraude político-ideológico. Por un lado se pretende secundarizar y relativizar
un conjunto de demandas populares –trabajo, vivienda, salud, educación– que los
rumbos actuales de la economía impiden satisfacer. Al mismo tiempo, al
manipular la opinión de millones para que pongamos en el centro de nuestras
preocupaciones y demandas el “problema de la delincuencia”, se orienta el
reclamo popular hacia cuestiones en las que los gerentes de la Argentina
globalizada son expertos en “solucionar”: más cárceles, menos derechos humanos,
más pena de muerte, menos garantías constitucionales, millones de pobres bajo
sospecha.
El objetivo de la ingeniería represiva del gobierno
es mostrar a las asustadas clases medias que el gobierno se ocupa de sus
preocupaciones, pero –fundamentalmente– al llenar la ciudad de policías logran
el efecto acostumbramiento frente a los desproporcionados dispositivos
policiales que acechan las manifestaciones opositoras. Ya pocos se sorprenden
de ver tanta policía disciplinando la protesta social, pues se ha convertido en
normal su exhibición constante.
El opositor de la década del ’70 era el
enemigo real, mientras que el marginal/excluido del presente es utilizado para
manipular hábilmente la opinión pública antes que se constituya un polo
contrahegemónico al sistema. De allí la equivalencia instrumental notoria entre
“erradicar el delito” y “aniquilar la subversión”.
Si con enorme esfuerzo de los familiares de
las víctimas y de algunos organismos de DD.HH. se había logrado obtener escasas
condenas para asesinos de uniforme, hoy su impunidad está prácticamente
garantizada por decreto de necesidad y urgencia. Necesidad de darles licencia
para matar y urgencia represiva.
A ello debe sumarse la acción de los medios de información que hace rato se han olvidado
que existe el gatillo fácil, y han manipulado la endeble conciencia de vastos
sectores con esta sensación de inseguridad.
La necesidad de nuevos ajustes ante los
tembladerales del capitalismo mundial requiere un estado represivo sin ningún
tipo de cuestionamiento [...]. Si oportunamente los planes de diseño económicos
y sociales fueron volcados sobre el convencimiento popular y fueron sufragados,
hoy las nuevas prescripciones ante la inestabilidad capitalista, que
necesariamente implicarán mayores sufrimientos para la población (ley de
flexibilidad laboral, recientes suspensiones en empresas automotrices)
requerirán de un enorme aparato de represión frente a las renovadas luchas que
se impondrán. En un momento de profunda crisis económica mundial, con
previsiones de graves repercusiones recesivas y de parálisis industrial y
laboral, no puede soslayarse que [...] se perderán cientos de miles de puestos
de trabajo. El aparato de seguridad, previa legitimación, con el pretexto del
combate al delito, necesita estar mejor equipado, mejor entrenado, y por sobre
todas las cosas, tener asegurada su intangibilidad.
Es obvio entonces que necesiten legislación
más represiva, jueces más cómplices y medios
que inculquen que hay ladrones y que hay que matarlos; que los escraches (y
movilizaciones, piquetes, y cortes de calles) son subversivos y hay que
castigarlos y que la policía es una institución que nos protege de los
delincuentes y exaltados”.
Y terminábamos, hace 13 años, vaticinando que,
por este camino, “…no sólo tendremos muchas más víctimas de la policía, sino
que habrá –sobre todo– más Víctor Choque y Teresa Rodríguez”.
Víctor y Teresa, los primeros dos muertos en
la protesta social posteriores a 1983, fueron asesinados, ambos, un 12 de
abril. En 1995 el primero, en Tierra del Fuego, mientras se movilizaba contra
el cierre de la
fábrica Continental. Ella , en 1997, en Cutral Có, durante la
protesta de los docentes. En los años siguientes, confirmando el pronóstico,
fueron fusilados Francisco Escobar y Mauro Ojeda en la masacre del puente de
Corrientes, en 1999; Aníbal Verón en 2000, Barrios y Santillán en 2001, los
tres en Salta; en todo el país, 39 personas en la represión del 19 y 20 de
diciembre de 2001; Darío Santillán y Maxi miliano
Kosteki en el puente Pueyrredón, en 2002; Luis Cuéllar en Jujuy, en 2003,
manifestándose frente a la comisaría en la que otro joven había sido asesinado
en la tortura; el docente Carlos Fuentealba, en Neuquén, en 2007, y el
trabajador del ajo Juan Carlos Erazo, en Mendoza, en 2008.
En 2010, nueve manifestantes fueron asesinados
mientras participaban de una movilización: Facundo
Vargas (Pacheco), Nicolás Carrasco (Bariloche )
y Sergio Cárdenas (Bariloche ), en
diferentes marchas contra el gatillo fácil (caso Villanueva, el primero, y
Bonefoi, los dos restantes). Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero,
fue asesinado cuando, junto a su organización, acompañaba una medida de fuerza
de los trabajadores ferroviarios tercerizados en Barracas. Roberto López y
Mario López, de la etnia Qom ,
murieron en la represión a un corte de ruta en Formosa, y Bernardo Salgueiro,
Rosemary Chura Puña y Emilio Canaviri Álvarez, en la ciudad de Buenos Aires, en
la toma de tierras del Parque Indoamericano.
En este año 2011, otras cuatro víctimas se
sumaron al listado de los asesinados por luchar por sus derechos, con Ariel
Farfán, Félix Reyes Pérez, Víctor Heredia y José Sosa Velázquez, en la represión
a la toma de tierras en Jujuy. Ése es, junto a los 3.200 muertos por el gatillo
fácil y la tortura, el saldo humano acumulado en 13 años de doctrina de la
“seguridad ciudadana”.
Bibliografía
Wacquant, Loïc, Las cárceles de la miseria. Manantial : Buenos Aires,2003.
Artículo enviado especialmente por la autora
para su publicación en Herramienta
1 Los que se olvidaron
fueron los medios y el gobierno,
cuando resultó que el homicida era otro policía, que mató a su camarada para
evitar que lo reconociera, pues eran de la misma comisaría.
Revista Herramienta N° 48
Fuente: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-48/de-la-doctrina-de-la-seguridad-nacional-la-doctrina-de-la-seguridad-ciudada
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