Una
objetividad impuesta,
un
mundo de distorsiones,
La comunidad
(auto)organizada *
Por
Miguel Mazzeo **
(…) No fue sin duda
aquella nuestra lucha, por más que tartamudeara
el soberano anunciando
el Apocalipsis. No era tampoco, sino
una de las tantas guerra, públicas
personales, por la primacía. La guerra
entre avaros y nosotros pensamos
que era nuestro combate y salimos
a gritar
Francisco Paco Urondo “Éxodo”
Para avanzar en la reflexión sobre las funciones reproductivas del
capital, partimos de la noción de campo de objetividad. Esta noción remite a la
estructura consentida de la realidad, a una estructura de poder ya estructurada,
a la “superficie de registro en la que recae toda la producción”, en los
términos de Gilles Deleuze y Felix Guattari.1
Alude al ghetto de la “normalidad” donde el capital confina a la fuerza de
trabajo. También queremos destacar la vinculación del campo de objetividad con
las (pre)condiciones objetivas de las funciones reproductivas del capital. Unas
condiciones “oficiales” y supervisadas. Condiciones ideológicas, sociales,
políticas y culturales impuestas por las clases dominantes y el capital.
Condiciones alienadas, ajenas a las clases subalternas y oprimidas. Condiciones
que no son otra cosa que la manifestación de unas facultades políticas
enajenadas. Son estas mismas condiciones las que se encargan de determinar el
significado de “la política”, las que imponen las palabras cuya función es
encubrir más que designar. En efecto, el campo de objetividad reviste un
carácter claustrofóbico. Es un falso “campo común”,porque en realidad es
unilateral y homogéneo.
En esta línea sostenemos que el neoliberalismo es mucho más que una doctrina
económica y política y un ideario en el sentido usual: una visión general mundo
y de la vida; sino que también es una ideología orientada a la organización y el
control de nuestros deseos y nuestras conductas, es una forma específica de
gubernamentalidad productora de vulnerabilidad y precariedad, una modalidad
política (biopolítica) con visibles tendencias a convertirse en una
tanatopolítica o, en los términos de Achille Mbembe, en una necropolítica.
Vale decir que sin deseo no existen posibilidades de
desarrollar una conciencia de sí. Sin deseo estamos condenados a permanecer en
la angustia. Si desaparece el deseo, se petrifican los equilibrios instituidos,
se cierra la posibilidad de que surjan nuevas relaciones y de que broten nuevos
procesos. Si desaparece el deseo, sólo queda el dolor de existir. Quedan las
percepciones angustiantes del tiempo. Queda un mundo desencantado para siempre.
Queda la muerte anticipada disimulada en diversas máscaras. En contra de lo que
suponen la derecha y la vieja izquierda, existe una afinidad esencial entre
deseo y el socialismo (o el comunismo). Hablamos del deseo verdadero,
autoafirmativo, propio. No del deseo apropiado y pervertido por la máquina
capitalista. No del deseo mediatizado por el capital en diversos planos y
funcionalizado por la lógica de la dominación y la explotación: deseo de
subordinación, deseo de orden, etcétera.
De esta manera, e intentando realzar las limitaciones democráticas inherentes al
capitalismo, proponemos pensar los efectos reales de un conjunto de afinidades.
Entre otras, las que existen entre la objetividad del proceso de producción
capitalista y el “campo de objetividad” social y política impuesto por las
clases dominantes y el capital e instituido por el Estado y sus aparatos de
hegemonía; entre el acceso desigual a los medios de producción y el acceso
desigual a los espacios decisión; entre la centralización del capital y la
disgregación de la voluntad política de las clases subalternas y oprimidas;
entre vender fuerza de trabajo y delegar capacidad de decisión; entre comprar
disponibilidad de trabajo y comprar disponibilidad política; entre la pérdida de
las condiciones para la realización de la propia capacidad de trabajo y la
pérdida de la autonomía; entre el despojo de medios de vida y el despojo de
medios de deliberación; entre la expropiación de las condiciones de trabajo y su
concentración en manos de una minoría y la expropiación de las condiciones de
comando y gobierno y su concentración en manos de una elite, casta o
corporación; entre la pérdida de las condiciones objetivas para la realización
de la capacidad de trabajo y la pérdida de las condiciones objetivas para el
ejercicio del poder popular; entre las modalidades del comportamiento del
capital respecto del plusvalor y el comportamiento de las clases dominantes
respecto de las clases subalternas y
oprimidas; entre el endeudamiento que lleva a
internalizar las relaciones de dominación y la sumisión o la “servidumbre
voluntaria” (en los términos de Etienne de Boétie2); entre el progreso
tecnológico y la colonización mercantil de las subjetividades del proletariado
extenso; entre la socialización de la producción y el aislamiento corporativo
del proletariado extenso, o entre el fetichismo de la mercancía y, en una línea
descendente: el fetichismo del poder, el fetichismo del Estado y el fetichismo
del gobierno; que es prácticamente lo mismo que decir: entre el “misterio del
capital” y el “misterio de la política”. Específicamente, en el caso del capital
financiero, el concepto de “valor ficticio” presenta una enorme capacidad de
síntesis de aspectos materiales y políticos, amén de los sociales, culturales,
etcétera.
Hablamos de afinidades, de conexiones, de relaciones dialécticas en el marco de
una totalidad, no de determinación unilateral. Rechazamos el economicismo (nos
parece una forma más de alienación) y confiamos en que no se filtre demasiado en
las fisuras de nuestra interpretación. Aunque cada vez se torna más difícil
diferenciarlas, la crítica de la política no es exactamente la crítica de la
economía política.
La asociación mecánica y a-crítica del poder con un
Estado no concebido en términos integrales (“ampliados”) o, siguiendo un
procedimiento más pedestre aún, del poder con el gobierno, es un signo
inequívoco de un conjunto de limitaciones, entre otras: las que se derivan de
las dificultades para percibir la totalidad de lo político en la sociedad
moderna y capitalista y para comprender lo político como nivel de una totalidad.
Por lo tanto, estamos frente a una expresión de la politicidad enajenada.
El patrón de poder propio de la modernidad capitalista nos remite a un primer
momento o, si se prefiere, a una “instancia superior”, vinculada al control de
toda la actividad social, a la totalización de situaciones de explotación, de
dominación, de jerarquización, de representación, de autoridad y de mando: la
totalización de las totalizaciones. El concepto de biopolítica/o, resulta
adecuado para pensar en la totalización de las totalizaciones que deja sin
efecto a las distinciones tradicionales.
Luego, el poder no puede ser reducido a artificios legales/institucionales, ni
debe ser confundido con sus mediaciones y caracteres. Poder y Estado fungen como
categorías intercambiables sólo cuando este último es asumido en términos
integrales, como un “Estado profundo”, cuando se lo reconoce como momento
esencial en la reproducción del capital. Aún así, el poder está más allá y más
acá del Estado y de sus encarnaciones particulares, más allá y más acá de las
diversas entidades políticas que lo enmarcaron y lo enmarcan; remite pues a unas
“potencias extrínsecas”, a unas funciones exteriores a la soberanía política, a
una fuerza colectiva (acción en común) capaz de conjurar la autoridad. ¿Puede un
grupo social subalterno desarrollar funciones de dirección del conjunto de las
clases populares con anterioridad a la conquista del gobierno del Estado sin
construir un tipo de poder no-estatal, para-estatal y contra-estatal, el tipo de
poder que –usualmente– denominamos poder popular?
En función del poder, el Estado no deja de constituir una instancia sin dudas
estratégica pero menos de lo que usualmente se supone. En sentido estricto
podríamos decir que es una instancia “compensatoria”. Para bien o mal, al
servicio de la vida o de la muerte, como soporte de la conciencia o de la
alienación, como potestad del trabajo vivo o como potestad del capital, el poder
siempre posee un plus que supera los límites impuestos. Supera la ley. Funda la
legalidad que necesita. Quita y pone principios de formalización y hasta puede
romper el equilibrio entre coerción y consenso. El poder también es poder de
bloqueo y de modificación.
Y el plus que señalamos remite a una situación de
externalidad del poder respecto de cualquier institución (específicamente
política). Un plus de fuerza que no emana del Estado. En sentido estricto: un
plus de fuerzas vectoriales, ya sean reactivas o positivas. Energías
entrelazadas. La conclusión es más que evidente: la disputa por el poder no se
agota en la disputa por Estado. Esta última acredita como un episodio más, sin
dudas muy importante. Pero uno más. Entonces, la
política no puede reducirse al Estado. Hay que mirar hacia otros ámbitos para
encontrar una vocación de poder en estado mucho más puro: el mercado
totalitario, el mercado como representación idolátrica, como referente divino,
por ejemplo.
No podemos soslayar las dimensiones del poder identificadas por los representes
más renombrados del “giro decolonial”, en especial por Aníbal Quijano. Desde
este emplazamiento crítico,
el poder ha sido presentado como un entramado denso
y abigarrado de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto
articuladas alrededor de la lucha por el control diversos ámbitos, entre otros:
el trabajo y los productos que se derivan directa o indirectamente de él, la
“naturaleza” y todo su potencial; el sexo y dispositivos de la reproducción de
la especie; las subjetividades, sus efectos, las relaciones intersubjetivas; el
conocimiento y, finalmente, la autoridad con sus mecanismos y aparatos de
coerción, regulación y reproducción”.
3
Una visión del poder totalizadora, que contrasta con los reduccionismos típicos
del paradigma político dominante y que retoma algunos fundamentos del marxismo.
En Sobre la Cuestión Judía (1843) Marx señalaba que, en la sociedad burguesa, el
hombre real era reconocido, por un lado como sujeto individual y “natural” y,
por el otro, como ciudadano abstracto. Reconocido y, al mismo tiempo, escindido.
De esta manera, en términos de Eduardo Grüner, “la liberación ‘política’ del
ciudadano no implica necesariamente la liberación ‘social’ de la humanidad;
incluso puede ser ‘esa liberación’ política, una coartada, autorizada por la
‘esquizia’ de una retórica abstracta de la figura pretendidamente universal del
Ciudadano, que no coincide con la realidad concreta del hombre”.4
La mutua implicancia y a la vez la diferenciación entre hombre/mujer y
ciudadano/ciudadana, su “no mismidad”, es característica de la sociedad burguesa
y opera como fundamento de las desigualdades.
Marx consideraba que la
emancipación humana se iba a consumar con la reabsorción del segundo por parte
del primero, por la eliminación de la fosa entre la existencia individual y
social de los seres humanos.5
Ahora bien,
existe una escisión que además de ser característica de la sociedad
burguesa es prácticamente fundamente de la misma y de la que se derivan otras
escisiones, nos referimos a la escisión entre capital y trabajo con la
consecuente negación de su relación dialéctica y la representación de cada uno
como entidades autónomas. Por otra parte, la escisión capital/trabajo refuerza
otras escisiones preexistentes: por ejemplo entre ethos y logos, entre práctica
y teoría.
Uno de los fenómenos derivados de estas escisiones se manifiesta en lo que
Fredric Jameson llamaba una “impalpabilización” de la fuerza del capital,
una
superposición del “campo” productivo con el cultural.6
Y dado que se introduce en la cita la noción de campo
conviene aclarar que apelaremos a él en un sentido muy general, metafórico, que
puede rozar las connotaciones teóricas asignadas por Pierre Bourdieu, pero que
de ningún modo pretenden dar cuenta de ellas.
Entonces, la sociedad burguesa separa la “fuerza
social” de la “fuerza política”, interfiere de mil modos, pesados o sutiles,
para evitar que la lucha se convierta en fuerza y que esta moldee a la clase que
vive de su trabajo, al proletariado extenso, a la “clase de sustentación”.
No
consiente la unificación de fuerzas en torno a proyectos alternativos de
sociedad. No admite la constitución de bloques históricos populares. Por lo
tanto, conspira contra la conformación de toda instancia social o institucional
donde esa fuerza se concentre, se proyecte y se multiplique. Por eso la unidad
ontológica entre la sociedad civil y la sociedad política no se expresa como
identidad instantánea. Por eso el Estado capitalista no transparenta las
relaciones sociales en las que se asienta y contribuye a la fetichización de la
relación entre capital y trabajo. La concepción fetichista es inherente al
capitalismo, se deriva de su esencia sistémica. Los procesos de financiariarización, con sus formas descaradas de mistificación del capital,
aportan su cuota de complejidad y su “plus de fetichización” a las relaciones
entre capital financiero y trabajo.
El capital desocializa y desubjetiviza políticamente a
los seres humanos, los “desrealiza” mientras se realiza a sí mismo. Como
condición necesaria para su reproducción y para la reproducción del poder, el
capital expropia la capacidad de trabajo, la dignidad de la inteligencia, las
tendencias deliberativas, las aptitudes políticas y la disposición de actuar
como clase de los y las de abajo. Permanentemente descompone y recompone a la
clase que vive de su trabajo en función de sus intereses. Deteriora el tejido
vital de la sociedad civil popular. Aleja el pensamiento crítico de la vida
cotidiana, lo vuelve indiferente al quehacer comunitario. Propicia el
desencuentro de los sujetos, de las palabras y de los cuerpos. Asimismo impone
una dimensión ilusoria y espectral –“fantasmática”– en reemplazo de una
dimensión fáctica y corporal.
Por lo tanto, la asociación mecánica y acrítica señalada puede considerarse, en
primer término y paradójicamente, como el efecto de una disociación entre la
potentia y la potestas o, dicho de otro modo, entre el ser y el ente; luego
puede juzgarse como la expresión de la aceptación resignada del despojo de la
capacidad de los sujetos de determinar su propia socialidad en los marcos del
capitalismo y de las determinaciones impuestas por las lógicas mercantiles
totalitarias y los mecanismos de la valorización del valor. También puede ser la
expresión de la falta de conciencia respecto del desdoblamiento señalado, del
despojo infligido y de las capacidades propias; dicho de otro modo: la
dominación reproducida desde abajo, el autodisciplinamiento popular, la
introyección por parte de la sociedad civil popular de las formas heterónomas y
verticales de autoridad, la interiorización de la interdicción que fija el poder
y que subyace como amenaza de muerte para toda praxis autónoma. Lo que Piera
Aulangier llamaba la atribución “de un valor de certeza al discurso que la
fuerza alienante pronuncia sobre la ‘cosa’ sociedad” o “la idealización del
saber imputado a la fuerza alienante”.
En síntesis: las dificultades del pueblo para reconocerse como sujeto histórico
por obra y gracia de las distorsiones que las clases dominantes y el capital
inoculan en la conciencia subjetiva.
En relación a este último aspecto no puede soslayarse
el peso de la contradicción entre teoría y práctica, una de las causas que hacen
que el capitalismo no pueda explicar el mundo y explicarse a sí mismo como
sistema. Otra causa de la misma relevancia: la división del trabajo funcional al
capital, la constante e ilimitada especialización que promueve el
neoliberalismo.
En uno o en otro caso, las instancias comunitarias autónomas se
tornan coyunturales frente a las dificultades para hacer política por fuera de
las instituciones, se desdibujan como fundamentos
para la producción y la reproducción de lo humano y
“lo común”.
La asociación mecánica y acrítica señalada reclama nuestra insistencia porque de
ella se deriva una concepción y un accionar que ratifican las acciones
fragmentarias y desarticuladas que ensalzan a los sujetos unilaterales y a las
vidas desencontradas y sin referencias identificatorias compartidas, que
angostan los espacios para la cooperación y la intersubjetividad (y la verdad),
que limitan enormemente las posibilidades de desarrollar un pensamiento crítico
y una política radical, que fetichizan las relaciones sociales y que producen
obediencia anticipada.
Existe una tendencia a reducir el campo del poder –un
universo de disputas sustanciales entre fuerzas sociales y políticas, un
universo de enfrentamientos y antagonismos– al campo de objetividad social y
política impuesto por las clases dominantes y el capital e instituido por el
Estado y sus aparatos de hegemonía. Y si hablamos de imposición, este campo de
objetividad es, en sentido estricto, un campo de objetivación. Por lo tanto, el
campo de objetividad/objetivación abarca unas formas de ver el mundo, unos
esquemas cognitivos, un lenguaje, una historia, un imaginario, una ideología en
sentido muy amplio, y debe ser considerado también como “un campo de
subjetividad”, concretamente: el campo de la subjetividad dominante.
Esta objetividad se relaciona tanto con las
condiciones productivas y reproductivas establecidas por el capital y basadas en
procesos privados, como con el conjunto de las disposiciones formales de
convivencia y las significaciones burguesas coaguladas y sus correspondientes
entornos simbólicos, sus suelos emocionales, sus artificios y teatralidades.
Remite a las “reglas del juego”, a los marcos que institucionalizan los
conflictos sociales y la lucha de clases. También se refiere al universo de lo
“ya pensado por otros para siempre” y a determinadas formas (fetichistas) de
percibir y catectizar 8 la realidad. El capital, en su proceso de acumulación,
además de repartir asimétricamente diferentes bienes entre los “agentes”, les
asigna funciones igualmente asimétricas “que son las que determinan la subjetivación de la objetividad”.9
Porque se trata de una objetividad que impone una determinada idea de la lucha
política y remite a un conjunto de mediaciones fundamentales orientadas a evitar
(o atemperar por lo menos) las fricciones entre el Estado y el capital.
Mediaciones que buscan producir la fidelidad orgánica y automática de las clases
subalternas y oprimidas, condición indispensable para una articulación fluida
entre los intereses del capital y los del Estado capitalista. Así, al aplicar
los dominados “unos esquemas que son el producto de la dominación”, “cuando sus
pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo a la propia
relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son,
inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión”10 y de
sometimiento a la ley del otro.
De esta última afirmación podemos deducir que una de
las principales funciones de este campo de objetividad consiste en crear las
condiciones de aceptación de las modalidades típicamente burguesas para conjurar
la contradicción entre el carácter social de la producción y las formas de la
propiedad privada.
El campo de objetividad ratifica el carácter estrictamente determinado de la
democracia. Una determinación sistémica que excluye la posibilidad de la
contradicción con el capital y con la propiedad privada. Leonardo Avritzer y
Boeventura De Sousa Santos han planteado la idea de la indeterminación sistémica
de la democracia como una condición para hacer de ella una senda de
reestructuración de las sociedades y para no limitarla a unos mecanismos cuya
función se limita a seleccionar a los administradores y administradoras
(gestores y gestoras) del poder.11 En la línea de estos autores, la
democratización exige trastocar el campo de objetividad, trocarlo en campo de
indeterminación.
En este sentido, cabe señalar que esta objetividad “infantiliza” a la sociedad
civil popular, la bloquea en toda la línea, le niega la posibilidad de la
experiencia ampliada, la autorrealización, el goce pleno; obtura el desarrollo
de una conciencia independiente; reduce su intencionalidad dentro y fuera del
proceso de trabajo y producción; fragiliza el tejido comunitario; interfiere en
la circulación de la vida; suprime toda voluntad de poder (popular).
Es una objetividad deshumanizadora que impone un régimen extenuante e instala el
desinterés por la sustancia del mundo. Su objetivo principal es garantizar la
acumulación de capital y la reproducción de las clases dominantes. Claro está,
el Estado juega un rol clave en la institucionalización y sacralización de esta
objetividad.
Se trata de una objetividad que excluye u oscurece
áreas de la experiencia humana muy importantes. Tal vez las más importantes,
dado que no se hallan totalmente subsumidas a las lógicas de la acumulación y
están relacionadas con la praxis y, por lo tanto, con las capacidades de los
seres humanos para incidir en las formas y reglas de la convivencia humana, para
refundar la vida social; las más profanas por su carácter reproductivo y
formativo de las clases subalternas y oprimidas: cooperativas, asociativas,
solidarias, resistentes, igualitarias, deliberativas, protagónicas. Áreas no
alienadas a la totalidad totalizada y donde predominan las tramas comunitarias y
el trabajo no pervertido, las cadencias lentas y afectuosas, donde las
relaciones humanas no se expresan en su producción social como valor de las
cosas.
En fin: áreas donde la reproducción social (los medios de producción y la
fuerza de trabajo) no está mediada principalmente por el mercado, donde se
produce y se reproduce “lo común” no fetichizado, donde la organización
subjetiva se niega a reconocer al orden dominante como una realidad objetiva,
donde los seres humanos están involucrados en la autoconstrucción de “otros
mundos”. Podría decirse que en estas áreas, la reproducción de las condiciones
“objetivas” de producción y de la posición social de los agentes se ve alterada.
Corresponde definirlas como “áreas de exterioridad” no alienadas en la totalidad
totalizadora y que además suelen presentar cierta coherencia práctica.
Por lo general, se trata de entornos donde no han
logrado arraigar los procesos de colonización a través de la fetichización de la
mercancía, del dinero y del capital, esto es, donde no han hecho pie las lógicas
y las temporalidades del valor. Estos entornos de socialización no capitalista
ofrecen resistencias a los procesos de colonización a través de la
financiarización, el endeudamiento y el extractivismo; por medio de la
fetichización de la política, la integración funcional a las instituciones
estatales existentes y la corporativización de las clases populares. Estos
entornos propician los comportamientos clasistas y los enlaces entre el ergon
(el trabajo colectivo, el diálogo cotidiano espontáneo y desprovisto de jergas)
y el logos (los discursos políticos “racionales”), entre el ethos y el logos.
Por lo tanto, en el marco de estos entornos existenciales, los productores
asociados y las productoras asociadas se resisten a convertirse en “fuerza de
trabajo”, mientras que la desigualdad, la precarización, la pobreza y el hambre
se resisten a la despolitización.
Desde muy temprano, el capital consideró a las supervivencias comunitarias como
una amenaza para su expansión; en el plano material, porque este tipo de
área/entorno le achica el espacio cuando no se subordina a su lógica; en el
plano social y político, porque funcionan como la base de las insurgencias,
entre otras cosas porque alimentan subjetividades rebeldes.
Estamos frente a unos entornos que pueden servir como plataforma para la
producción de una fuerza social negadora de lo que desestructura a las clases
subalternas y oprimidas. Una fuerza social que, por sí misma, puede introducir
un factor desfetichizante de primer orden y derribar los obstáculos que impiden
el despliegue de la potencia que anida en los modos de vivir alternativos para
abrir de esta manera cauces democráticos y hallar una salida política de la
alienación; una fuerza social que puede hacer posible la articulación entre la
autonomía popular y los proyectos políticos afirmativos y nacionales para
instalar la posibilidad de modificar las relaciones de fuerza en sentido
favorable a las clases subalternas y oprimidas y dar lugar a una hegemonía
alternativa.
Como una de sus principales funciones consiste en ocultar las contradicciones
estructurales del capitalismo (y postergar su resolución ad infinitum), la
agenda impuesta por esta objetividad parte del presupuesto que establece que las
condiciones productivas dominantes son hechos consumados e inmodificables. Por
lo tanto soslaya temas tales como: la dependencia en las nuevas condiciones de
la acumulación financiera (la financiarización subordinada), la propiedad y la
gestión de los medios de producción, las formas de explotación del trabajo
reproductivo y de las formas no convencionales de creación de riqueza. También
pasa por alto la inviabilidad de los modelos económicos extractivistas,
concentradores y extranjerizantes y la necesidad de desmercantilizar,
desprivatizar y desenajenar.
Asimismo, se desentiende del cuestionamiento de los costados opresivos,
disciplinadores, “preventivos”, casi “contrainsurgentes” de algunas políticas
sociales compensatorias. En fin, ítems como la función desnacionalizadora del
capital y su corolario: la necesidad de pensar la defensa de la soberanía
nacional como resistencia y lucha contra el capital transnacional que se
territorializa; la expropiación de los expropiadores, sus modos y ritmos; el
cambio en las relaciones sociales y el cuestionamiento a los fundamentos de la
sociedad jerárquica basada en la división del trabajo en un contexto de
evolución vertiginosa de las contradicciones del capital, no figuran en esta
agenda, ni siquiera encubiertos. Casi sin dejar resquicios, la agenda impuesta
por esta objetividad clausura las posibilidades de pensar las estrategias más
aptas para el rearme ideológico y político del pueblo.
Evidentemente, una de las principales funciones de esta objetividad consiste en
delimitar lo posible intrasistémico, acotando la lucha de clases y erradicando
la noción de enfrentamiento o, por lo menos, intentando mantener a los
enfrentamientos reales en un nivel que no los aproxime a una disputa por el
poder real. Esto no significa que la lucha de clases no intervenga en esta
objetividad. La superficie de esta última presenta un rango relativamente ancho
(aunque estructuralmente delimitado) para el desarrollo de la primera. Se trata
de un campo de lucha (y de fuerzas) secundario, que impone unas discusiones
sobre los “márgenes”. Por ejemplo, ¿Cuáles son los márgenes de la soberanía
nacional en la trama de relaciones capitalistas mundiales? ¿Cuáles son los
márgenes de la redistribución del ingreso y del poder contractual del
proletariado extenso en el contexto del capitalismo dependiente y la
financiarización?
La amplitud de dicho rango y la presencia de márgenes (u oportunidades)
responden a la versatilidad del capital, a su capacidad para adaptarse a
“parámetros de distribución muy distintos” y a “configuraciones complejas de
distribución”.12 Por cierto, la lucha de clases (en los marcos nacionales y en
el sistema mundial) pesa en la determinación del sentido de la gestión política
del capital. La lucha económico/corporativa alude a un estadio de la lucha de
clases y puede ser más o menos intensa, el problema es que, aunque adquiera
grados altos de radicalidad, no deja de identificarse con el Estado liberal y
con sus mediaciones características. Las praxis anticapitalistas tienden a
desbordar el citado rango y a colocar a la lucha de clases y a los antagonismos
en un estadio superior: el de la lucha contrahegemónica.
La situación de interioridad o exterioridad respecto de la objetividad impuesta
por las clases dominantes y el capital nos plantean campos de lucha política
cualitativamente distintos. En la primera situación, todo está decido de
antemano más allá de los tiempos y los matices.
En la segunda situación, nada está decidido de antemano. Una cosa es luchar por
una distribución más equitativa de la riqueza y la renta y otra cosa es luchar
por la propiedad y la gestión colectiva y popular de los medios de producción.
Una cosa es luchar por los derechos y libertades, y otra cosa es luchar por el
poder popular. Ahora bien, ¿es posible lograr avances sólidos y duraderos en la
distribución equitativa de la riqueza y la renta, o ejercer efectivamente los
derechos y libertades sin consolidar una fuerza social con cierto grado de
autonomía ideológica, política y material? Como bien sabía Marx, en la puja
entre los derechos del capital y los derechos de la clase que vive de su
trabajo, la fuerza tiene la última palabra. Una cosa es ganar la calle para un
simulacro de procesión y otra cosa es ganarla para generar acontecimientos
instituyentes.
Ciertamente, un enfoque dialéctico no puede pasar por alto que en muchos
procesos históricos lo primero devino lo segundo o, por lo menos, le generó
condiciones y le produjo algunos auspicios. Pero, en concreto, esta objetividad
se constituye en “totalidad vigente” y excluye a una porción significativa de la
“infraestructura” y, junto con ella, destierra la potentia de los y las de
abajo; instala como único horizonte posible el de la modernidad capitalista y
declara un pluralismo que consiste en ofrecer diferentes caminos para la arribar
a una meta única e incuestionable. De este modo, esta objetividad ha sido y es
plenamente funcional a la colonialidad del poder.
No es fortuito el uso del concepto “objetividad”. En
primer lugar nos referimos al tema del fetichismo con la típica inversión
señalada por Marx: personas-cosas y cosas-personas (personificación de las
cosas, cosificación de las personas) y al hecho señalado por Jean Paul Sartre:
como seres humanos en sociedades capitalistas estamos obligados y obligadas a
vivir la condición de las cosas materiales.13
En segundo lugar nos referimos a la imposición de unas condiciones de percepción
que hacen que la realidad sea captada bajo la forma del “objeto” y no como
actividad humana. Francisco De Oliveira acuñó la expresión “hegemonía às
avessas” (“hegemonía al revés”) que remite a la posibilidad de que el capital
acepte la “conducción política” de sectores identificados con los intereses de
los dominados. La idea, obviamente de estirpe gramsciana, se nos presenta
problematizadora y productiva. Por eso la tomamos, para dar cuenta, por lo menos
vagamente, de los efectos de la objetividad impuesta por las clases dominantes y
el capital, más allá de que nuestra posición difiera en algunos aspectos. Por
ejemplo, sostenemos que lo que el capital sí puede aceptar es la “gestión
estatal”, la “gestión política” de parte de los dominados y las dominadas y no
tanto su “conducción política”. Esta última nos remite a una situación con otras
implicancias. Luego, consideramos que esa aceptación estaría dando cuenta de una
ampliación de la base hegemónica de/para las clases dominantes y el capital, más
que de una “hegemonía al revés”. Conviene no confundir la construcción
hegemónica (o contrahegemónica) con las alianzas de clases, especialmente con
las “alianzas para el progresismo”.
Consideramos que el concepto de hegemonía no es un
concepto puramente discursivo. También se relaciona con el plano de lo material
(productivo y reproductivo), el de la desigualdad y el del poder.
El plano del discurso importa, claro, pero no es ni el único ni el determinante.
Los enfoques que analizan la hegemonía sólo desde los factores subordinados al
orden de las representaciones, especialmente desde el discurso, tienden
desdibujar la agencia social, el conflicto, la lucha de clases. Conciben al
Estado como pura superestructura, reducen la política a una “lucha de medios”, o
a una lucha entre sistemas simbólicos. Exageran las posibilidades de la crítica
a la cultura, al tiempo que achican las de la crítica a la economía política.
Contraponen la teoría cultural a la teoría social (y al marxismo).
Asimilan las formaciones económico-sociales a las
formaciones discursivas. Sobreestiman las bondades de las prácticas nominativas,
las consideran constitutivas de los antagonismos, cuando, a lo sumo, pueden ser
co-constitutivas.
Les asignan unas funciones primordiales y unos roles
exagerados a los “actos del habla” (en los términos de John Austin) y colocan en
un discreto segundo plano a las otras dimensiones de la praxis: las experiencias
colectivas (de organización desde abajo, de deliberación y de lucha), las
vivencias de los antagonismos, etcétera. Subestiman la experiencia popular, lo
que René Zavaleta Mercado llamaba: “acumulación en el seno de la clase”.14
La nominación, desprovista de fundamentos reales (materiales y relacionales)
puede crear falsos antagonistas, espantajos políticos, unidades inconsistentes.
Así, estos enfoques favorecen la “fuga” al culturalismo como forma de
despolitización; o la opción por el populismo o el progresismo gestionario. Pero
esto es tema para otra discusión.15
Nos referimos entonces a una objetividad que “vampiriza” la politicidad de los
sujetos al desvincularlos de su hacer, que los despoja de su potencia como
productores de valores de uso, que corta sus lazos orgánicos de pertenencia; una
objetividad que inhibe los procesos de autodeterminación democrática del pueblo,
que anula las discursividades crítico-reflexivas y promueve la sujeción
ideológica y el dominio absoluto de los lugares comunes del discurso social del
capitalismo. Cuando esa realidad del poder también es considerada “racional” se
cierra el círculo legitimador del mundo de las mercancías y del poder de las
clases dominantes que logran ocultar el sentido negativo (un verdadero
sin-sentido) de la sociedad burguesa. De este modo, la facticidad misma del
capitalismo, los hechos producidos por la sociedad burguesa, la reproducción de
la acumulación de capital y de la dominación política se convierten en “la
verdad”, son una presencia que se da por sentada, y se instituye un orden de la
“normalidad”. Se trata de una objetividad inerte, sin notas disonantes, sin
capacidad para incorporar lo otro (sin negarlo, sin triturarlo); por ende es un
espacio para el vegetar político para los y las que pretendan construir, desde
ella, una sociedad no capitalista. Su refuncionalización parcial y “táctica”
–que no descartamos a priori– exige el acicate de praxis provenientes de otras
objetividades autónomas, de otras totalidades; una especie de dialéctica del
obedecer y del rebelarse al proyecto de la objetividad del que hablaba el
ecuatoriano Bolívar Echeverría. Un coexistir desarticulado. Una razón práctica
que no vaya en desmedro de la razón contracultural. Una dialéctica de la
inmanencia y la trascendencia, del instante y el tiempo, del salto y el proceso,
de lo paroxístico y lo difuso (una dialéctica que de cuenta de las
contradicciones internas de los procesos históricos).
La manifestación concreta de la simultaneidad que reclaman las praxis
emancipatorias y los proyectos civilizatorios alternativos: convivir con una
conciencia extraña pero sin prosternarse ante ella, sin hacerla propia; habitar
este mundo echándolo abajo al tiempo que se construye uno mejor; conservarse
para superarse.
Percibimos que los verbos más repetidos en los
párrafos anteriores son imponer y resistir. Queremos dar cuenta de una realidad
que es acción y movimiento permanente (al margen de los ocasionales momentos de
fijación) y, sobre todo, antagonismo. Ambos verbos remiten a una categoría
central: lucha de clases. Concebida desde preocupaciones relacionadas con la
estrategia política y no tanto desde la sociología u otro campo disciplinar, la
lucha de clases nos abre las puertas de otra categoría: relaciones de fuerza.
Las dimensiones subjetivas de los antagonismos sociales adquieren relevancia y
emerge la cuestión del poder. Se hace presente la triada acción
antagonista/acción clasista/acción política.16
Notas
* El presente artículo forma parte del libro (inédito): La comunidad
(auto)organizada. Notas para repensar una política popular, de Miguel Mazzeo.
** Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de
Buenos Aires (UBA).
Profesor regular en la UBA y en la Universidad de
Lanús (UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Chile,
México, Perú y Venezuela, entre otros: Piqueter@s. Breve historia de un
movimiento popular argentino; ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los
regimenes emancipatorios; Introducción al poder popular (el sueño de una cosa);
El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de
socialismo práctico; El hereje. Apuntes sobre John William Cooke; Marx populi.
Collage para repensar el marxismo.
1 Véase: Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, El AntiEdipo. Capitalismo y
esquizofrenia, Buenos Aires,
Paidós, 2019.
3 Véase: Quijano, Aníbal: “Colonialidad del poder y clasificación social”. En:
Castro Gómez, Santiago y
Grosfoguel, Ramón (Editores) El giro decolonial.
Reflexiones para una diversidad epistémico más allá
del capitalismo global, Bogotá, Pontificia Universidad
Javeriana/Instituto Pesar, Universidad centralIIESCO, Siglo del Hombre Editores,
2007.
4 Grüner, Eduardo: “Las palabras (perdidas) de la tribu”. En: El cielo por
asalto, año II, Nª4, 1992.
Citado por: Gusmán, Luis, La pregunta freudiana,
Buenos Aires, Paidós, 2016, p. 279. nota al pie.
5 Véase: Marx, Karl, Sobre la cuestión judía, Buenos Aires, Prometeo, 2004.
6 Véase: Jameson, Fredric, El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el
posmodernismo 1983-
1998, Buenos Aires, Manantial, 1999.
7 Aulagnier, Piera, Los destinos del placer. Alienación, amor, pasión, Buenos
Aires, Paidós, 2016, p.
42.
8 De “catexis”, concepto habitual del psicoanálisis. Se refiere a la posibilidad
de los sujetos de orientar
su energía pulsional hacia un objeto o representación
y cargarlo de ella. En El AntiEdipo, Gilles
Deleuze y Feliz Guattari han propuesto su aplicación a
lo económico y a lo social en el marco de un
proyecto cuyo objetivo consiste en: “Desedipizar,
deshacer la tela de araña del pardre-madre,
deshacer las creencias para llegar a la producción de
las máquinas deseantes y a las catexis
económicas y sociales donde se desempeña el análisis
militante”. Véase: Deleuze, Gilles y Guattari,
Félix, Op. cit., p. 121.
9 Dussel, Enrique, El último Marx (1863-1882) y la liberación de Latinoamérica,
México, Siglo XXI,
2017.
10 Bourdieu, Pierre, La dominación masculina y otros ensayos, Buenos Aires,
Anagrama, 2010, p. 17.
Más adelante agrega Bourdieu: “Los dominados aplican a
las relaciones de dominación unas
categorías construidas desde el punto de vista de los
dominadores, haciéndolas aparecer de ese
modo como naturales. Eso puede llevar a una especie de
autodepreciación, o sea de autodenigración
sistemáticas”. (p. 51).
11 Avritzer, Leonardo y De Sousa Santos, Boaventura: “Introducción: para ampliar
el canon democrático”. En De Sousa Santos, Boaventura (Coordinador),
Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa, Fondo de
Cultura Económica, México, 2005.
12 Véase: Harvey, David, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo,
Quito, Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador/Traficantes de Sueños,
2014, p. 166
13 De esta situación hablaba Sartre en el tomo I de La crítica de la razón
dialéctica. Véase: Sartre, Jean Paul, La crítica de la razón dialéctica, Tomos I
y II, Buenos Aires, Losada, 1995.
14 Véase: Zavaleta Mercado, René, Ensayos 1975-1984, La Paz, Plural, 2013.
15 Véase: De Oliveira, Francisco: “Hegemonia às avessas”. En: De Oliveira,
Francisco, Braga Ruy y Rizek, Cibelle, Hegemonia às avessas, Sao Paulo, Boitempo,
2011.
16 Modonesi, Massimo: “Consideraciones finales: Sobre las relevancia sociológica
del concepto marxista de clase social”. En: Modonesi, Massimo; García Vela,
Alfonso y Vignau Loría, María (Coordinadores) El concepto de clase social en la
teoría marxista contemporánea, México, UNAM/BUAP/La Biblioteca, 2017, p. 143.
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