Barrios “marginales”,
¿población “marginal” también?
12 de mayo de 2020
Por
Marcelo Colussi
(Rebelión)
En cualquier ciudad relativamente grande
del Sur del mundo, en Asia, África y Latinoamérica, son comunes los
llamados “asentamientos precarios” (favelas, villas miseria, cantegriles,
tugurios, chabolas, barrios marginales o como se les quiere llamar), es
decir: grupos de personas que viven en pésimas condiciones, en casas que
no deberían ser habitadas, en sectores urbanos carentes de servicios
mínimos (luz eléctrica, agua potable, saneamiento ambiental, transporte
público, acceso a centros de salud y educativos cercanos), insalubres,
muchas veces envueltos en altos índices de criminalidad. Naciones Unidas
estima que aproximadamente un 25% de la población mundial vive en esa
situación.
Si bien en Latinoamérica, en términos
absolutos Brasil y México son los países con mayor número de población
en estas condiciones de exclusión, en términos proporcionales los países
cuya población más padece este problema son Haití, Bolivia, Nicaragua,
Belice y Jamaica. Se estima que uno de cada cuatro habitantes urbanos de
esta región vive en estos míseros barrios. Por supuesto, ninguno de esos
habitantes decidió vivir así; y más aún: es poco lo que puede hacer a
nivel individual para cambiar ese estado de cosas. La cantidad de seres
humanos que habita en esos lugares es siempre creciente, y los planes
neoliberales de estos últimos años vinieron a agravar el problema: en
vez de disminuir, esos barrios -con todos los inconvenientes conexos que
implican- han crecido. ¿Cómo guardar el confinamiento por la pandemia de
COVID-19 en lugares así?
Éxodo rural hacia las ciudades ha
habido siempre, y el proceso se aceleró drásticamente
con la Revolución Industrial nacida en Europa en
el Siglo XVIII, repetida luego en prácticamente todos los confines del
planeta. La industria necesita cada vez más mano de obra, más fuerza de
trabajo, y el campesinado migra hacia las ciudades. De todos modos, por
una suma de factores, el proceso se aumentó exponencialmente en las
últimas décadas, haciendo que por primera vez en la historia de la
Humanidad en el año 2007 la población urbana superara a la rural,
estimándose que, de seguir esta tendencia, para el 2050 un 70% de la
población planetaria estará asentada en mega-urbes. Pero no siempre ese
reasentamiento es fácil, cómodo, planificado. Tal como se viene dando
ahora, constituye un tremendo problema.
Ya sea en barrancos o en laderas de
cerros, al lado de ríos o en terrenos inseguros, bajo puentes, al lado
de vías de tren, con diversos nombres pero siempre con similares
características, el fenómeno se repite por todo el planeta. Son las
llamadas “zonas rojas”. Pero, ¿“zonas rojas” para quién? Son “rojas”,
áreas peligrosas (no tanto para las personas externas al lugar sino,
fundamentalmente, para sus propios habitantes), en tanto evidencian la
crisis en juego. No una crisis momentánea, circunstancial (como la que
podría provocar la actual crisis sanitaria del coronavirus) sino, por el
contrario, siendo la clara y patética demostración de las estructuras
profundas de nuestra sociedad. Son, en definitiva, un síntoma de los
modelos económico-sociales presentes, al igual que otras manifestaciones
que hacen al espectáculo urbano de los países pobres (por cierto, la
mayoría en el mundo): niños de la calle, pandillas juveniles violentas,
ejércitos de vendedores ambulantes informales, basura esparcida,
transporte público de mala calidad, desocupados varios a la espera de
algún milagro que, mientras esperan se consume, apelan a cualquier modo
de sobrevivencia.
Patético es también que, como contracara de esos enclaves de pobreza y
exclusión, se erijan otros barrios, en este caso amurallados, rodeados
de guardias y barreras protectoras para cuidar sus privilegios.
Aunque estos bastiones
inexpugnables están celosamente cerrados al exterior “peligroso”, no se
los considera marginales. ¿Qué significa, entonces, ser “marginal”? ¿Son
marginales también los pobladores de estas colonias despectivamente
llamadas “marginales”? ¿Al margen de qué están?
Al margen de un sistema económico que los expulsa, sistema injusto e
irracional por cierto, que cada vez se concentra en menos manos y en el
que muchos no pueden siquiera ingresar. Aunque ningún discurso
políticamente correcto lo vaya a decir así, está sobreentendido que si
son marginales, pues entonces… sobran. Pero acaso, ¿puede alguien
“sobrar” en el mundo? ¿Puede un buen católico -pongamos eso por caso,
porque se insiste siempre en que vivimos en el mundo “occidental y
cristiano”-, puede un buen feligrés considerar que “sobra” un hermano?
Parece que sí, porque la ideología dominante presenta esos lugares de
pobreza como “peligrosos”, zonas donde “mejor no entrar”.
Curioso es que en estas zonas de pobreza generalizada abundan las
iglesias (neopentecostales fundamentalmente), para ayudar a
“resignarse”, a saber esperar para el “más allá”. ¿Dios así habrá
querido el destino de tanta masa humana?
Si alguien termina viviendo de esa forma, en esta absoluta precariedad,
en todo caso es porque las condiciones materiales dominantes lo fuerzan,
habiendo una sumatoria de motivos que lo determinan: en general es la
huida de población rural de su situación de pobreza crónica fascinada
por la ciudad; otras veces se escapa a guerras internas que fuerzan a
salir del teatro bélico, buscándose las ciudades como madero salvador.
Pero siempre es la desesperación. Una vez ahí instalado, en esas
barriadas pobres, por una compleja sumatoria de motivos, se torna muy
difícil salir. Los prejuicios en torno a las poblaciones ubicadas en
estos sectores, estigmatizan, crean barreras. Ser un “favelado” es un
rótulo que, casi automáticamente, cierra puertas.
En las
urbanizaciones precarias, la vulnerabilidad ante los desastres naturales
es enorme, y de hecho así lo demuestra cada evento que ocurre (son esas
precarias viviendas las primeras en desbarrancarse de los cerros ante un
sismo o con lluvias torrenciales; o las primeras en ser arrasadas por
ríos desbordados cuando se levantan en sus riberas contra toda norma de
seguridad). Los gobiernos de turno dan diversas respuestas, con mayor o
menor fortuna. De todos modos hay que señalar que más allá de la
cuestión técnica en juego -planes de erradicación, provisión de
servicios y mejoramiento de los asentamientos ya constituidos, etc.- se
trata siempre de acciones coyunturales, válidas e importantes sin dudas,
pero que no pueden terminar con el problema de fondo. En definitiva:
parches, muchas veces ofrecidos con un ánimo totalmente clientelar, de
aprovechamiento político. Los parches no pueden dejar de ser parches. Se
combate la delincuencia juvenil… poniendo más alumbrado público en las
“áreas rojas”, o una cancha de fútbol para que los jóvenes “se diviertan
y no piensen en transgredir”. Ridículo… ¡o hipócrita!
Preguntar por qué se dan estas barriadas
es como decir por qué hay niños de la calle, o por qué, en su antípoda,
hay barrios con mansiones con piscinas y helipuertos, fortificados y
defendidos como castillos feudales. La pregunta ya orienta la respuesta:
justamente porque la repartición de la riqueza es injusta, porque
algunos pocos tienen tanto, grandes mayorías se ven excluidas no
quedándole otra suerte que habitar en esas condiciones, sin servicios,
donde la vida vale poco y la resignación es lo común (¿ejército
industrial de reserva?, mencionaban los clásicos del marxismo hace 150
años. Nada ha cambiado parece años después). No es posible terminar con
esta precariedad en tanto no cambien en profundidad las políticas en
curso, las estructuras de base.
Pero, en otro sentido, el capitalismo sí
ha cambiado mucho en su fisonomía, aunque no en su estructura. En algún
momento pudo considerarse a la población ubicada en esos sectores,
peyorativamente denominados como “marginales”, como también “marginalizados”.
De hecho, aunque el fenómeno de estos sectores urbanos no tenía la
magnitud que alcanzó en la actualidad, Marx hablaba en 1852, en su obra
“El 18 de brumario de Luis Napoleón Bonaparte”, de un subproletariado,
que él llamo Lumpenproletariät (en alemán: Lumpen
significa “trapo”, “andrajo”), que no constituía precisamente la flor y
nata de la lucha revolucionaria, el germen de la transformación social
en ciernes. Para describirlo, fue categórico: “Bajo el pretexto de
crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de
París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes
bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a
roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca
procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía,
vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de
galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros,
jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda,
escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros,
mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que
los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él,
formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, “Sociedad
de beneficencia” en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual
que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación
trabajadora.”
A partir de esa caracterización, que pasó
a ser moneda corriente en la militancia comunista para designar a un
grupo amorfo sin mayor conciencia de clase y fácilmente manipulable -por
tanto, utilizable por la derecha, por la clase dominante- podría
pensarse en una conexión entre urbanizaciones precarias y su población
como no precisamente el particular fermento transformador. Para
graficarlo rápidamente: los “rompehuelgas” (también llamados esquiroles
o carneros), por ejemplo, podrían salir de allí.
Decíamos que el sistema capitalista no
cambió estructuralmente desde lo formulado por Marx y Engels en la
segunda mitad del Siglo XIX, pero sí lo hizo en su “presentación”
cosmética, en las formas en que se muestra y en el ropaje con que se
viste. Hoy, segunda década del Siglo XXI, la clase obrera industrial
urbana sigue siendo la mecha que puede prender el fuego revolucionario,
pero el sistema se ha encargado muy bien de neutralizarla. Por lo
pronto, en los países capitalistas imperiales (todas potencias
industriales: Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), su proletariado
ha sido muy sabiamente domado. Pese a la crisis que atravesamos hoy, más
allá de la pandemia del COVID-19, el nivel de vida ofrecido a la clase
trabajadora en el capitalismo desarrollado está lejos de los niveles de
explotación y pobreza vividos hace siglo y medio o de las indecibles
penurias que sigue padeciendo la clase trabajadora en el resto del
mundo. Esa suerte de prosperidad relativa (Homero Simpson -ícono por
antonomasia del obrero estadounidense- vive con cierta comodidad, no
pasa hambre), en principio aleja de la revolución. Y los sindicatos,
otrora combativos elementos anti-sistémicos, fueron convertidos
gradualmente en cómplices de la clase dirigente, quitándoles toda
característica combativa. Dato a tener en cuenta: curiosamente, las
revoluciones socialistas triunfantes durante el Siglo XX surgieron todas
de países básicamente rurales (la Rusia zarista, China y su secular
atraso, Vietnam, Nicaragua, Cuba (el burdel estadounidense en el
Caribe), todas naciones subdesarrolladas con escasa clase obrera
industrial urbana).
Sin dudas, sigue habiendo proletarios, trabajadores
fabriles por infinidad de lugares en el planeta, con grandes
concentraciones industriales y enormes unidades productivas (por ejemplo
China). Pero junto a ello, esos “marginales” de tiempo atrás pasaron a
ser elemento fundamental de la composición social actual. Las barriadas
“marginales” crecen cada vez más, así como sus poblaciones. Eso fue lo
que llevó a Fidel Castro a preguntarse: “¿Puede sostenerse, hoy por
hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería
la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los
datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido
marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro
sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y
desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada
día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase
revolucionaria?”.
En sentido estricto, el
proletariado industrial no desaparece. Aunque la robotización eliminó
numerosísimos puestos de trabajo en los países capitalistas llamados
“centrales”, y la mal llamada “deslocalización” llevó fábricas del
Primer Mundo a la periferia, donde hay salarios mucho más bajos, falta
organización sindical, ausencia de controles medioambientales y enormes
facilidades tributarias, la clase trabajadora ahí está, produciendo la
riqueza del mundo. Pero sí ha crecido en forma exponencial ese sector
que, agudamente, Frei Beto llamó “pobretariado”,
así como las barriadas donde se ubica en las megalópolis del Tercer
Mundo.
En términos generales, lo que en un
tiempo era “marginal” hoy pasó a ser “normal”. Ahora bien: si es un
sector tan importante en la dinámica social de la actualidad, si allí
anida un fermento fundamental de nuestros tiempos, las izquierdas
deberían trabajarlo, acercarse, involucrarse. Pero parece que las
iglesias evangélicas fundamentalistas ya lo han hecho antes.
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