18 de mayo de 2020

I. Desbloqueo de las luchas emancipatorias

Una forma de bloquear la lucha de emancipación del Capital Estado es situarnos en el Antropoceno y no, en el Capitaloceno:

Pandemia:

sintomatología del Capitaloceno

27 de abril de 2020



Por Horacio Machado Aráoz (Rebelión)

A primera vista, los virus, intermediarios entre la vida y la materia inerte, representan una forma particularmente humilde de la primera. Sin embargo, necesitan otros seres vivos para perpetuarse. Por lo tanto, lejos de haber podido precederlos en la evolución, ellos la suponen e ilustran un estado relativamente avanzado de la misma. Por otro lado, la realidad del virus es casi intelectual. En efecto, su organismo se reduce prácticamente a la fórmula genética que se inyecta en seres simples o complejos, lo que obliga a sus células a traicionar su propia fórmula para obedecer la suya y fabricar seres similares a él. Para que nuestra civilización apareciera, también fue necesario que existieran otros, antes y al mismo tiempo. Y sabemos, desde Descartes, que su originalidad consiste esencialmente en un método cuya naturaleza intelectual hace que sea inapropiado engendrar otras civilizaciones de carne y hueso, pero que puede imponerles su fórmula y obligarlas a volverse similares a ella. En relación con esas civilizaciones, cuyo arte vivo traduce el carácter carnal porque -tanto en la concepción como en la ejecución- está vinculado a creencias muy intensas y a un cierto estado de equilibrio entre el hombre y la naturaleza, nuestra propia civilización corresponde a un tipo animal, o viral».
Claude Lévi-Strauss, «Arte en 1985», 1965 [1]
A modo de Introducción
En el momento menos esperado, pero en el más necesario y oportuno que nunca; desde el lugar ontológico más imprevisto, la Tierra ha sido políticamente convulsionada y no atina aún a reaccionar. Como un sutil y paradójico terremoto histórico y geológico, el Coronavirus lo ha cambiado todo; pero no con movimientos bruscos, sino con una parálisis masiva y global. Su irrupción en la biología humana, ha provocado una interpelación mayúscula al conjunto de la población global contemporánea; probablemente el desafío más crítico que nos haya tocado afrontar en el breve lapso de nuestra aventura como especie.
Pero aunque este virus nos interpela a todxs, debemos su visita no por causa de todos. Ha venido a poner en cuestión un modelo civilizatorio en concreto, que mucho tiene que ver con cómo su irrupción se transformó rápidamente en una masiva crisis sanitaria mundial. Nos referimos a un modelo civilizatorio que, en el relámpago de su vigencia, ha puesto en crisis no apenas la continuidad de tal o cual forma de vida social, sino ya la de la mera continuidad de lo humano como tal. Hoy, en su crepúsculo, podemos ver cómo y en qué medida esa civilización ha comportado un dislocación drástica en el devenir mismo del proceso de hominización/humanización. Sin embargo, esto que es evidente y crucial, no todos lo ven. Más bien pasa desapercibido; sobre todo para amplias mayorías que viven inmersas en su ritmo y en sus reglas. Una civilización que, con aguda lucidez, fuera caracterizada por su método viral, viene a ser interpelada precisamente por un virus.
De repente, las civilizaciones otras, que fueron infectadas por aquella civilización viral, ven en el virus, menos un enemigo y más un inesperado aliado. Así como las otras especies y el conjunto de los seres vivos que fueron arrinconados a los extremos de la sobrevivencia, esos pueblos otros re-existentes, ven este tiempo, claro, con angustia e incertidumbres, pero también con mucha esperanza. Sintiéndonos parte de ellas y ellos, compartimos algunas reflexiones que procuran precisar la envergadura de los desafíos y los motivos de nuestras angustias, así como dar cuenta de nuestras esperanzas. Trazamos acá una somera hermenéutica crítica de la pandemia, como sintomatología del Capitaloceno. A través de ella queremos compartir el diagnóstico sobre el régimen de relaciones sociales que nos está enfermando y abrir nuestros sentipensares, para seguir tejiendo con nuestrxs hermanxs, las rutas alternativas que nos lleven a otros rumbos. Un virus, es decir, un lenguaje de la Tierra, nos viene a ofrecer una opción terapéutica y una práctica pedagógica. Ojalá podamos escucharle, aprender con él, y sanar.
1. Paro
Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Tal vez las cosas se presenten de otra manera. Puede ocurrir que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en el tren tira del freno de emergencia”
Walter Benjamin
El año 2020 encuentra a la humanidad sumida en una parálisis apabullante, tan imprevista como generalizada. De repente, el mundo se ha parado en seco. Como si el tiempo se hubiera congelado. Todo, prácticamente todo ha sido interrumpido. Puede decirse en cierto sentido, que el 2020 no ha comenzado aún. La vida social del mundo globalizado está, por ahora, en suspenso. Salvo reveladoras excepciones, la inmensa mayoría de individuos que hoy conforman la población de humanos vivientes, está atravesando estos días confinada en sus recintos, bajo distintos regímenes de aislamiento.
Una elemental interacción microbiológica -de las miles de millones que acontecen a diario, a cada instante, en el planeta- desencadenó semejante conmoción. Es que, esta vez, el desvío contingente de sus trayectorias zoonóticas habituales hizo que una cepa de coronavirus fuera a parar en organismos humanos, para cuya visita no estaban biológicamente preparados. Ese minúsculo acontecimiento fue el detonante. Luego, siguiendo las rutas más transitadas del turismo y el comercio internacional, se fue expandiendo a la velocidad del ritmo de vida contemporáneo, hasta encender las alarmas sanitarias del mundo entero.
Así, la irrupción de un ignoto microorganismo en la fisiología humana, colocó a la especie ante una situación inédita. Nos puso a todxs, bajo un mismo prisma de sensaciones compartidas. Por primera vez en nuestra breve historia, afrontamos una misma experiencia vital, compartida en simultáneo a nivel global. Una vivencia que nos embarga a todxs. Porque, efectivamente, el virus nos afecta a todxs. Más allá de las insoslayables diferencias intra-especie (aquellas que nos distinguen, y aquellas que nos separan y nos clasifican), ese ser infinitesimal nos ha afectado a todxs. A cada uno de los cuerpos de todos los agrupamientos humanos, en sus distintas escalas, alrededor del mundo.
Se trata, por supuesto, de una afectación diferencial, que, por un lado, pone al desnudo todas las desigualdades creadas y vigentes, esas que hacen de ese “nosotros-humanidad”, una pirámide de enormes distancias y fronteras incólumes. Pero que, por otro lado, al mismo tiempo, nos genera una afectación radicalmente igualadora; como queriéndonos enseñar que -aunque no nos sintamos y no nos reconozcamos como tales-, somos parte de una misma familia, de una misma Comunidad de Vida; hermanadxs biológicamente, específica e interespecíficamente, por el aire que respiramos; por el agua, de remotos tiempos geológicos, que corre por nuestras venas y que nos une, en un mismo destino, con todos los seres del planeta.
Si al menos lográramos aprovechar este silencio, esta quietud, para percatarnos de ello, diríamos que esta pandemia, valió la pena. A pesar de todas las muertes y las represiones que vinieron y que vendrán montadas en el virus como excusa, si sólo pudiéramos, aunque sea mínimamente, re-conocer-nos como delicadísimas hebras de ese tejido más vasto, que nos excede por completo y que a la vez nos contiene y nos hace ser; si fuéramos capaces de sentir-nos, aunque sea por un instante, íntimamente conectadxs a la trama de la vida [2], diríamos que sí, que valió la pena.
2. Tiempo
“‘Los cinco raquíticos decenios del homo sapiens”, dice un biólogo moderno, “representan con relación a la historia de la vida orgánica sobre la tierra algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas. Registrada según esta escala, la historia entera de la humanidad civilizada llenaría un quino del último segundo de la última hora’. El tiempo-ahora, que como modelo del tiempo mesiánico resume en una abreviatura enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura que dicha historia compone en el universo”.
Walter Benjamin, Conceptos de Filosofía de la Historia.
Para una sociedad que ha hecho de la aceleración del tiempo, de la velocidad de las interacciones, del movimiento, la innovación y el crecimiento incesante sus marcas de origen, la parálisis se le presenta como un fenómeno radicalmente disruptivo y perturbador.
Sumergidxs ya en generaciones y generaciones nacidas bajo el imperativo de la productividad, para lxs habitantes de este mundo, vivir es correr. Ir y venir, persiguiendo siempre objetivos, fijados quién sabe por quién y para qué. Hasta para sus vacaciones tienen tiempos reglados y metas de ‘disfrute’ (im-)puestas. Por eso la parálisis descoloca de forma absoluta. “No hacer nada”, está fuera de nuestro genoma societal. Y de repente, un microorganismo lo hizo. Dejó prácticamente en desuso, la primera y más emblemática de las máquinas de nuestra Era [3]. Transitamos días en los que el reloj no cuenta.(…)


(…)Sin terminar de procesar la etiología de la pandemia, los análisis del presente están precipitadamente enfocados en cómo vamos a salir de la “crisis”. Tanto en lo económico como en lo político, predominan los discursos que hablan de la vuelta a la “normalidad”. No se termina de comprender la envergadura de la crisis; por tanto, no se cae en la cuenta que una “vuelta a la normalidad” no sólo no es posible, sino que tampoco sería deseable. Mientras que en lo económico el debate está planteado en términos de una todavía mayor intensificación neoliberal o un retorno a alguna forma de keynesianismo como presunta alternativa, en lo político las discusiones están centradas en torno al tipo de Estado (o de gubernamentalidad) que se están gestando. Las perspectivas críticas han centrado mayormente sus preocupaciones en los nuevos o mayores peligros que para la democracia y los derechos ciudadanos, se incuban en el gobierno de la crisis.
En su mayoría, las advertencias se han dirigido a marcar el sobregiro de la biopolítica hasta los umbrales de nuevas formas de totalitarismo digital. La concentración del poder de vigilar y castigar a manos del aparato estatal y cómo ese reforzamiento biotecnológico de seguimiento minucioso de la población, de lo que hace, piensa, dice, siente, y por dónde y cómo circula, que parece poner los cuerpos bajo regímenes de algoritmos autocráticos, ha hecho que se pongan todos los ojos en el “estado de excepción”, como si fuera ése el locus desde el cual se ejerce efectivamente el poder concentrado de hacer vivir y/o dejar morir.
Muy agudas para describir sus tecnologías, las miradas foucaultianas suelen ser, sin embargo, insuficientes para ver las raíces de ese poder totalitario en ciernes. No se vislumbra en toda su dimensión en qué medida, décadas de hegemonía neoliberal han reconfigurado la tierra en un sentido más bien hobbesiano; un mundo donde se ha exacerbado el individualismo competitivo, las desigualdades segregacionistas, el miedo y la violencia discriminatoria hacia las alteridades. En fin, un mundo donde la figura del conquistador ha impregnado los imaginarios como modo natural-izado de ser y estar en el mundo y como paradigma del “éxito” social y el sentido de la existencia. Y la verdad es que un mundo de conquistadores, donde encima ya queda poco y nada que conquistar, no es precisamente un ecosistema propicio para la vida democrática; incluso ni siquiera para la co-existencia pacífica.
A juzgar por los análisis sobre los impactos de la pandemia, la teoría política contemporánea parece seguir presa de los presupuestos antropocéntricos de origen. Sigue pensando lo humano como excepcionalidad. Sigue concibiendo la historia como exclusividad humana. Así, no atina a advertir en qué medida la salubridad de los regímenes políticos está radicalmente imbricada en la matriz de relaciones materiales y energéticas que el cuerpo social establece con la Tierra, como soporte básico primordial de la reproducción de la vida en general, y de las sociedades humanas en particular.
Desde nuestra perspectiva, además o más allá de las mudanzas en la estatalidad y/o en las formas de gubernamentalidad, los actuales acontecimientos y procesos en curso, requieren ampliar la mirada tanto a las raíces ecológicas del autoritarismo y la violencia política, como a las raíces políticas de la pandemia. Nos parece necesario percibir la pandemia misma como producto y síntoma del grado de descomposición de los sistemas políticos de nuestras sociedades contemporáneas.
Es decir, es preciso poder vislumbrar hasta qué punto las posibilidades de la democracia se empiezan a erosionar decisivamente en los procesos de concentración de la tierra y de monopolización de los flujos energéticos que nos constituyen como cuerpos vivientes, en particular, los flujos energético-alimentarios. Hasta qué punto la concentración de la capacidad de disposición sobre las dietas (el agua, las semillas, los saberes, los sabores), la uniformización y sobresimplificación genética y sociobiocultural de los territorios-poblaciones, son aspectos claves que están operando como vectores de fondo de las tendencias neofascistas del presente, la intensificación de la violencia racial, machista y clasista, el surgimiento de liderazgos autoritarios con apoyo electoral y la regresión general de los valores democráticos en las sociedades contemporáneas.
En este plano, se hace evidente que no estamos apenas ante una “crisis sanitaria” que ha desencadenado una crisis política o el peligro de los autoritarismos. La biopolítica opera sobre el trasfondo histórico y como contrapartida sistémica de la necro-economía. Esto significa que ni la pandemia es un “desastre natural”, ni estamos ante una enfermedad que apenas afecta a los cuerpos biológicos. La noción de Capitaloceno alude justamente a la idea de una crisis sistémica multidimensional; un evento límite que marca la crisis terminal de un modelo civilizatorio. La pandemia como síntoma del Capitaloceno está marcando la crisis terminal de la salud tanto de los cuerpos biológicos, como del propio cuerpo político, lo que a su vez remite a la crisis más general de la salud de la Tierra.
Como planteamos, en el meollo generador y desencadenante de esta crisis situamos el régimen de plantación; la matriz agroalimentaria moderna que progresivamente se fue imponiendo y mundializando como hegemónica a fuerza de cacerías de “brujas” y cercamientos, tráfico de cuerpos humanos esclavizados, masacres coloniales y neocoloniales para el despojo de tierras y la generalización de regímenes de trabajo forzado, misiones civilizatorias y campañas “nacionales” de conquistas de desiertos” contra los pueblos indígenas y campesinos del mundo.
Desde sus orígenes hasta nuestros días -con mayor intensidad a partir de mediados del siglo pasado-, la mundialización de esta matriz agroalimentaria hegemónica ha engendrado una ‘ontología (agro)tóxica’ cuyo flujo de insalubridad sistémica, circula entre la tierra, los cuerpos y las energías sociales siendo fuente de enfermedades biológicas, ecológicas y políticas. Desde una perspectiva de salud integral, un grupo de científicos hablan de una “sindemia global” para referir a los problemas correlativos y sinérgicos entre “obesidad, desnutrición y cambio climático” como efectos de este modelo (The Lancet, 2019). Desde la perspectiva de los pueblos originarios, se habla de «terricidio» [9] para referir al curso exterminista de este modelo civilizatorio en general, que incluye, claro, al régimen agroalimentario. A nuestro entender, ese concepto advierte muy bien sobre el papel clave de la violencia como combustible político de ese régimen y sobre sus consecuencias inseparablemente ecobiopolíticas.
Es en este contexto, en el epílogo de este derrotero histórico que cabe preguntarse: ¿qué tipo de democracia podemos aspirar en un mundo con híper-concentración de la tierra; en un mundo en manos de pocos dueños? ¿Qué tipo de pluralismo y respeto de la alteridad podemos esperar, ante la descomunal homogeneización de los ecosistemas, la uniformización de los paisajes y los sueños, el desmonte de la diversidad biológica y sociocultural del mundo? ¿Qué tipo de poder y de libertades queda en manos de sujetos individuales y colectivos cuyos principales bienes y servicios vitales se hallan bajo el control oligopólico de grandes maquinarias globalizadas de abastecimiento y producción de necesidades? La mercantilización del alimento y la apropiación concentrada de la tierra no sólo degrada la biodiversidad, el clima y las dietas; erosiona las condiciones más elementales de la democracia, al horadar los propios procesos de producción y sustento de las comunidades políticas.
-La comunidad (política) de vida, del origen a la ruptura
«Cada uno de nosotros, en nuestras relaciones mutuas, pasamos minutos en los que nos indignamos contra el credo estrechamente individualista, de moda en nuestros días; sin embargo los actos en cuya realización los hombres son guiados por su inclinación a la ayuda mutua constituyen una parte tan enorme de nuestra vida cotidiana que, si fuera posible ponerles término repentinamente, se interrumpiría de inmediato todo el progreso moral ulterior de la humanidad. La sociedad humana, sin la ayuda mutua, no podría ser mantenida más allá de la vida de una generación»
P. Kropotkin, 1902
La historia nos demuestra que producir común es el principio mediante el cual los seres humanos han organizado su existencia durante miles de años”.
George Caffentzis y Silvia Federici, 2018
Más allá de cuestiones formales, y de otras dimensiones, que es preciso tener en cuenta, la discusión por la democracia no puede omitir una teoría de la tierra, que involucre también una comprensión sobre nuestra vinculación específica como comunidades políticas con ella. Desde los orígenes de nuestra especie, producir la vida ha significado producir comunidad; porque la vida, materialmente hablando, es una producción; y una producción comunal. La vida específicamente humana es producción comunal en la Tierra, con la Tierra; de la Tierra. De ahí, la naturaleza intrínseca e insoslayablemente política de la condición humana, y también el carácter primordial que -en la modulación histórica concreta de lo político- tiene el vínculo que se establece entre una comunidad humana con la tierra en la procuración de su subsistencia.
Entendiéndola como un organismo vivo y complejo, como trama de interacciones inconmensurables en continuo devenir autopoético y simpoiético, la Tierra en su dinámica vital ha sido el útero material en cuyo seno se ha gestado la irrupción de nuestra especie. Entre otros millones de especies, fuimos misteriosamente habilitados a co-habitar este planeta y, desde esos orígenes, los procesos específicamente humanos no han dejado de estar radicalmente conectados y afectados a la dinámica geometabólica de la Madre-Tierra en general.
Históricamente, nuestro propio proceso de constitución como especie -hominización- no fue sino el resultado de esa interacción metabólica entre tierra y trabajo principalmente orientada a obtener y asegurar la alimentación. Así, a lo largo de miles de años, la humanidad se lanzó entonces a co-habitar y desplegar la aventura de la vida en la tierra, lo que primariamente implicó resolver el requerimiento básico de asegurarse la provisión de alimentos. Habida cuenta de sus transformaciones socio-cognitivas, estas colectividades humanas diversificaron sus prácticas alimentarias, ampliaron sus horizontes geográficos, y de forma paulatina echaron raíces en las más diversas geografías. De la selva al ártico, las poblaciones humanas se fueron asentando bajo el principio ecológico-político de priorizar la satisfacción de las necesidades alimentarias de todos los miembros de la comunidad.
La irrupción de la agricultura -entre 10.000 y 15.000 años atrás- no hizo sino intensificar ese vínculo inseparablemente material y simbólico de flujos energéticos y materiales entre tierra y trabajo, como matriz fundamental a través de la cual tuvo lugar la producción y el despliegue de la vida social humana. La diversidad ecológica de los territorios fue la materia prima a partir de la cual se fue moldeando la extraordinaria diversidad sociocultural de los pueblos. Desde tiempos inmemoriales, la diversidad de las dietas constituyó un elemento emblemático de las culturas. Las dietas, en efecto, expresan sintética e integralmente todos los aspectos y dimensiones del modo de vida de los pueblos: su cosmovisión, sus saberes, sus modos de organización del trabajo y de la cooperación social en general. Es en este sentido que los sistemas agroalimentarios constituyen un nudo vital -en el más literal de los sentidos- tanto en la configuración de las sociedades humanas, como comunidades políticas, como en la socialización de la Naturaleza, como modo humano de habitar la Tierra.
Como enseñan los estudios de antropología económica, más allá de esa extraordinaria sociobiodiversidad -o en el marco de la ella-, los sistemas agroalimentarios pre-modernos se estructuraron bajo el mismo principio compartido de organización comunal de la producción. Esto básicamente significa que el proceso general de producción social de la vida en estas comunidades estaba regido y regulado por los principios de reciprocidad y redistribución de las tareas y el goce de lo comúnmente producido.
Tales principios tenían el efecto de asegurar el balance energético entre todos los miembros -humanos y no-humanos- de la comunidad-de-vida. En concreto, reciprocidad y redistribución son la fórmula a través de la cual la comunidad es el alimento de sus miembros, así como cada miembro provee a su vez a la nutrición de la comunidad. Reciprocidad y redistribución se materializan en cadenas tróficas circulares y biodiversas, complementarias, donde el alimento fluye como medio de común-unión que hace al sustento de la vida.
La orientación prioritaria a la autoproducción para la satisfacción de necesidades vitales, tenía el efecto de regular los ritmos y niveles de producción, ajustándolos las posibilidades de los ecosistemas y los requerimientos energéticos básicos de cada miembro. Era lo que marcaba el límite, el freno que la comunidad humana tenía que considerar para que sus tasas de consumo energético no sobrecargaran los ecosistemas ni los cuerpos.
Estos principios básicos eran el soporte material y espiritual de estas agro-culturas; la clave de su economía y de su constitución política. Su efecto, el balance energético -lo que hoy llamaríamos justicia socioecológica-, era el modo de ajustar la producción a la vida (bio-economía) y era el modo (inseparablemente ecológico, económico y político) de (re)producir la comunidad política. De allí que, en estos sistemas comunales, el alimento y el trabajo (los flujos energéticos vitales) se concebían y producían más como bienes políticos antes que “económicos”; sus reglas de reparto y acceso estaban sujetas -como el mercado mismo- a la economía moral de la comunidad.
Por contraste, se torna evidente la gran fractura que involucró la transformación capitalista de la agricultura, con la irrupción del régimen de plantación. La Gran Transformación -como la nombrara Karl Polanyi- fue, en realidad, un proceso drástico y traumático de destrucción de la economía moral que hasta entonces regulaba el metabolismo social de la vida comunal. La ruptura de las reglas de reciprocidad y redistribución en términos comunales abrió paso a la economía de guerra; inauguró una era donde la producción de los medios de vida se transformó en una maquinaria de destrucción de las fuentes de vida y de producción de desigualdades abismales y crecientes, al interior de la población humana y entre ésta y el resto de las comunidades bióticas. Como sabemos, “producción” pasó a significar explotación; explotación de los cuerpos y de los territorios. La prioridad de las necesidades vitales, se suplantó por la ganancia como combustible de las subjetividades que dirigen el “aparato productivo”.
Los primeros estudiosos modernos del suelo, ya a mediados del siglo XIX, se percataron que la agricultura capitalista no era agricultura, sino una forma extrema de minería. En base a los estudios de Liebig, Marx habló de la ruptura metabólica que representó la irrupción del capital en las comunidades agrarias. La producción agraria se desentiende del sostenimiento de la vida; se producen commodities, no alimentos. El suelo deja de ser organismo vivo y pasa a ser tratado como cantera. En el principio desencadenante de esas transformaciones, tenemos la violencia expropiatoria que se ejerce sobre la tierra y los cuerpos; el alimento y el trabajo pasan a regirse bajo las reglas del mercado. En el colmo, dejar de orientarse por el valor de uso y orientarse al valor de cambio, fue como romper la brújula: echar a andar una maquinaria poderosa y veloz, pero sin rumbo y sin freno.
Las consecuencias de este proceso ya las sabemos: la destrucción de las economías comunales fue el punto de partida de la necroeconomía del capital. Por eso, más que ruptura, cabría decir que se trató de un profundo y drástico trastorno geosociometabólico. La irrupción del capital afectó los ciclos de vida, tanto a nivel geológico, como antropológico. Todos los desequilibrios que hoy vemos y padecemos tienen su raíz en ese trastorno originario.
Desequilibrios tróficos a nivel biosférico y de las comunidades humanas: eso que llamamos cambio climático, erosión de la biodiversidad y sexta extinción masiva de especies, crisis de los ciclos de nutrientes. Desequilibrios drásticos en el balance energético de los organismos humanos vivientes: a la geografía del hambre -advertida Josué de Castro- hay que sumar ahora la geografía de la obesidad, la geografía de la intoxicación y la geografía del cáncer. Y los desequilibrios en el cuerpo no son sino un reflejo de los desequilibrios en la Tierra. Vivimos inmersos en una geografía más que desequilibrada, desquiciada, que se nos muestra, de un lado como “planeta de ciudades miserias” (Mike Davis) y del otro, como un mar de “desiertos verdes” (Alimonda).
Pero, en el fondo de todos los desequilibrios, en la raíz generadora de este caos geo-sociometabólico está la propia di-solución de la comunidad política: la invención/creación de una sociedad de individuos, autoconcebidos como dueños absolutos de “sus vidas” y “sus propiedades”; llamados a transformarse en conquistadores; y que definen el sentido de su existencia en términos de un camino infinito de compra-venta.
La ruptura de las cadenas tróficas por los monocultivos, de las reglas de reciprocidad y responsabilidad mutua, la abstracción del valor, ha terminado así, afectando la conciencia de la interdependencia, la necesidad y la centralidad de la economía de cuidados y de crianza; la sensibilidad vital de la especie. Ha creado individuos que se creen el principio y el fin de todo. Que la vida empieza y termina con ellos. Que la felicidad es una ecuación de consumo. Que la vida de los demás y las relaciones con los demás –los de la propia especie y los de las otras especies- sólo valen en tanto y cuanto le reporten alguna utilidad/ganancia. En fin, individuos que creen que se valen por sí mismos, y que viven como si todo el mundo que le rodea le fuera absolutamente prescindente, in-significante, sólo medible por su precio.
En nuestro país, en nuestra región, tenemos un ejemplo dramático de estos procesos. La drástica transformación de las ecoregiones pampeanas y chaqueñas en un mar de soja, la abrupta y soterrada reconfiguración de la geografía política sudamericana para dar lugar a la constitución de la “república unida de la soja”, ha dado lugar a conformación de una “ciudadanía sojera”; una subjetividad sojera. Una subjetividad política que bien se ajusta a los moldes del individuo hobbesiano. He ahí la especificidad regional de la cepa viral que nos está infectando.
-Volver-nos humus… Para alimentar un nuevo horizonte político
«Hablar del fin del mundo es hablar de la necesidad de imaginar, antes que un nuevo mundo en el lugar de este mundo presente nuestro, un nuevo pueblo; el pueblo que falta. Un pueblo que crea en el mundo que deberá crear con lo que le dejamos de mundo»
Viveiros de Castro y Danowski, 2019
De alguna manera, el coronavirus nos devuelve la imagen del mundo que hemos creado y nos hemos creído. En la raíz de la necroeconomía del capital yace la antropología imaginaria de la filosofía política liberal y la “economía moderna”: el individuo “racional”, maximizador de sus intereses/utilidades, titular de “derechos” (básicamente derechos reales) y que ahora, en el epílogo de la carrera armamentístico-tecnológica, pretende controlar-lo todo a través de pantallas táctiles y algoritmos; el individuo que cree que todos los vínculos y las relaciones pueden reducirse a lo virtual y a la agenda de contactos de un celular; que el mundo digital es el presente y el futuro; ese individuo, encarnación de las elucubraciones de Hobbes y de Smith, es el que hoy está puesto en cuarentena.
Aislados, con medidas de “distanciamiento social”, acuartelados en las respectivas condiciones de clase; ensimismados y cada vez más enfrascados en el “mundo virtual” y la industria global del entretenimiento, el virus refleja la imagen de una sociedad perdida. Perdida en la historia y en el cosmos; pero también perdida como sociedad, como comunidad política. Porque la disolución de los principios de reciprocidad y redistribución, es la disolución misma de la sociedad humana como tal, como ámbito y sistema de con-vivencia política.
El desconocimiento de los vínculos y los flujos que nos obligan a la Tierra, que nos hacen ser seres terrestres, con-vivientes con la biodiversidad toda, en una comunidad de comunidades, ha llevado al desconocimiento de la propia sociabilidad intra-específica. Nos hallamos en el umbral de una crucial encrucijada civilizatoria: o seguimos por la senda del mundo hobbesiano que esta crisis develó, o nos atrevemos a avanzar por la senda contraria de re-crear y cultivar la comunidad, a cultivar un mundo de solidaridades ampliadas y de reciprocidades intensas, que esta crisis también ayudó a visibilizar en los mundos re-existentes, confinados a los márgenes.
Así, lo que está en juego no es apenas el grado de autoritarismo de los sistemas políticos, sino las condiciones elementales de reproducción de vidas humanamente reconocibles como tales. No es posible detener ola de autoritarismos y pulsiones neofascistas que degradan las democracias realmente existentes, sin des-adueñar el mundo. Sin restringir radicalmente los “derechos de propiedad”. Sin desmercantilizar los dos principales flujos energéticos en los que nos va la vida, el alimento y el trabajo, y sin desmercantilizar la tierra en sí, como la fuente primaria de todas las energías.
Hoy más que nunca se hace evidente que los principales desafíos políticos son eminentemente (agro-)ecológicos. El desafío pasa por la necesidad imperiosa de re-crearnos como comunidad política, para lo cual, resulta indispensable recomponer los flujos geosociometabólicos a fin de detener la devastación y empezar a recomponer la salud material y espiritual, de los cuerpos, de las sociedades humanas, y de la Tierra, como comunidad de comunidades. Necesitamos recuperar esa memoria ancestral que nos enseña que “producir común” es la ley de la vida, expresión de una racionalidad encarnada, arraigada; la razón justamente denegada por imperio de la Razón abstracta. Recuperar el saber transmitido por generaciones de que la salud de la tierra, de los alimentos, de los cuerpos y de las comunidades políticas forman todos una misma trama; son parte del complejo tejido de la vida.
Para (tener chances de) recuperar la democracia, necesitamos primero, sanar la Tierra. Volver a las prácticas agroculturales de cuidado, crianza, reciprocidad, mutualidad, respeto de la diversidad biológica y sociocultural. Es preciso re-aprender nuestro lugar en el mundo. Volver a re-conocer-nos como humus, hijas e hijos de la Madre Tierra, en comunión de interdependencia vital, existencial con la comunidad de comunidades bióticas que la habitan. Un camino así no es ni utópico, ni romántico, ni idealista. Es la topología de la vida que respira en los pueblos reexistentes; una topología marginal y acechada, sí, pero que confronta y nos muestra alternativas frente a la distopía hegemónica. Si tuviéramos la suficiente humildad epistémica, podríamos aprender de ellas y ellos. La situación de vulnerabilidad extrema en la que nos ha colocado un microorganismo debiera estimularnos a ello.
En su análisis sobre la crisis en curso, el investigador británico Naffez Ahmed plantea que “Superar el coronavirus será un ejercicio no solo para desarrollar la resiliencia social, sino también para reaprender los valores de cooperación, compasión, generosidad y amabilidad, y construir sistemas que institucionalicen estos valores”. Estos valores, remarca, no son simples construcciones humanas o preferencias ideológicas. Se trata en realidad de principios vitales y categorías cognitivas que orientan a la materia viviente en general en su curso de evolución y adaptación. En tanto principios ecológicos que orientan la dinámica de la evolución de la Vida en la Tierra, la reciprocidad y la solidaridad ampliada son hoy un requisito de sobrevivencia. Como ya en 1949 advertía el ecólogo norteamericano Aldo Léopold, precisamos entablar una relación ética con la Tierra, no ya para “salvar el planeta”, sino para recuperar nuestra propia condición humana. “Una ética de la tierra cambia el papel del Homo sapiens: de conquistador de la comunidad de la tierra al de simple miembro y ciudadano de ella. Esto implica el respeto por sus compañeros-miembros y también el respeto por la comunidad como tal” (“La ética de la tierra”, 1949).
Así, mientras no abramos la posibilidad de reconsiderar el estatuto ontológico, político y ético de la Madre Tierra, veremos vedado el camino hacia una sociedad plenamente democrática, que aspire de modo realista a conjugar justicia, libertad, igualdad y con-fraternidad.
En medio de tanto dolor, ante el panorama de tanto sufrimiento revelado y provocado, esta pandemia nos ha venido a ofrecer también, sin embargo, una acción terapéutica y una lección política. Nos ha mostrado el origen de nuestros males, de nuestra enfermedad civilizatoria. Pero nos ilumina también sobre caminos de sanación posibles. Nos muestra la posibilidad terapéutica de dejar de comportarnos como conquistadores y empezar a concebir-nos y comportar-nos como nobles y humildes cultivadores de la Madre-Tierra. Volver a reconocernos humus para alentar otros futuros posibles; horizontes que sean dignos de nuestro nombre.
Notas:
Fuente: https://rebelion.org/pandemia-sintomatologia-del-capitaloceno/


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